23/6/15

Laura Antonelli: 'meravigliosa creatura'

La italiana fue un mito erótico de los setenta con títulos como Malicia, Entre el amor y la muerte o El inocente

Antonelli, a principios de los años 80.

La actriz, en una escena de la icónica  Malizia.

Laura Antonelli su película  Simona de 1974.

La intérprete en la presentación de  Stavisky, en 1974.

Como un juguete roto. Tras haber sufrido una desfiguración por culpa de una mala cirugía estética en 1992, y luchado contra la justicia italiana por una acusación de tráfico de drogas. Sola en su casa. Así murió Laura Antonelli, cuyo cadáver ha sido descubierto por la señora de la limpieza a las ocho de la mañana.
Antonelli ha fallecido a los 74 años, en su casa de Ladispoli, cerca de Roma, muy alejada de sus tiempos de mito erótico europeo —en especial en Italia y España—. Probablemente fue mejor actriz que la mayor parte de las películas que protagonizó, más centradas en la carne que en la interpretación.
Nació con el nombre de Laura Antonaz en Pula (Croacia) que en 1941, en plena guerra mundial, era parte de Italia. De niña se mudó a Roma y llegó a trabajar como profesora de educación física. Pero un anuncio de Coca-cola y su presencia en diversas fotonovelas la llevaron hasta el cine. Con 25 años debutó en la gran pantalla con Le sedicenni. Fue en los setenta cuando triunfó y logró el David di Donatello por Malicia, la película que en 1973 le presentó su rostro a todo el mundo.
Hay que reconocer que lo intentó en el cine de autor, que dejaba contenta a directores como Dino Risi, con quien trabajó en Sexo loco (1973), una película por episodios, en la que ella y Giancarlo Giannini protagonizaban todas las historias, y en Sesso e volentieri (1982); Luchino Visconti (El inocente), o Ettore Scola (Entre en el amor y la muerte, con la que en 1981 obtuvo su segundo David di Donatello). Pero sus grandes éxitos fueron por otro lado: Dios mío, cómo he caído tan bajo, de Luigi Comencini, A su excelencia le gustan las mujeres, Camas calientes, Solo dios sabe la verdad, Me gusta mi cuñada, La jaula o La veneciana. Todas parecían prolongaciones del mito erótico de criada que cimentó con Malicia, de Salvatore Samperi. En realidad, Samperi es un buen espejo de su carrera: con él también hizo Me gusta mi cuñada, Casta y pura y su último trabajo, Malizia 2000 (1991). Samperi, experto en este erotismo de segunda, dirigió en Un amor en primera clase (1980) a la gran rival europea de Antonelli, Sylvia Kristel, más conocida por la saga Emmanuelle.
De Me gusta mi cuñada, uno de los grandes éxitos de Antonelli, Ángel Fernández-Santos escribió: “Es una vieja historia verde, con algunos tonos rosáceos, pero tocada de una pretensión de cinismo que embarulla un poco las cosas a medida, que el filme avanza. La historia del adolescente que recibe de su hermano mayor el encargo de escoltar a su cuñada de los moscones de playa y termina él como único favorecido moscón, es una de las muchas variantes posibles del manantial del Decamerón, solo que las posibilidades del asunto están neutralizadas por un guión insulso y mal construido. Los epígonos de la gran comedia italiana suelen dar pocas veces en la diana. Las joyas del género, procedentes sobre todo de los años cincuenta y primeros sesenta, crearon un estilo, cierta facilidad entre los profesionales italianos para imitarlo y todo ello en un desierto de la imaginación, que ha ido poco a poco degradando el pequeño gran género hasta dejarlo en nada. Una muestra de esa nada es esta película”.
En abril de 1991, la policía encontró 36 gramos de cocaína en la casa de Laura Antonelli, y fue condenada a arresto domiciliario por posesión y tráfico de drogas. La siguiente década la pasó apelando la sentencia hasta que la justicia italiana le dio la razón: la droga era solo para su consumo personal. En noviembre de 1996, por problemas de salud mental, Antonelli fue internada en la sección psiquiátrica de una clínica de Civitavecchia. Nunca más volvió a actuar, a pesar de que le siguieron llegando ofertas.
Un mito erótico y cinematográfico



Fuentes: elpais.com, elmundo.es, elperiodico.com

19/6/15

El largo invierno de Fuguet

El escritor y cineasta estrena la primera parte de la que dice será su última película: Invierno. Se trata de una producción de cinco horas de duración acerca de un autor en crisis y dispuesto a dar la gran sorpresa de su vida con su nueva novela

Alberto Fuguet estrena Invierno, un filme de cinco horas de duración./latercera.com

Que nadie se atreva a llamarlo Alejandro, pues se llama Alejo, Que el atrevido invitado a la casa de su mejor amigo no le diga otra vez “perrito”: Alejo detesta esos modismos de segunda clase. Que nadie jamás entre a su casa, porque este escritor apenas deja que lo visite la inspiración. Hipersensible y con tendencia a la melancolía, Alejo Cortés es también un hombre levemente intratable. Un amigo difícil que el buen Jose soporta sólo porque su lazo de unión es casi homoerótico.
En la nueva película de Alberto Fuguet, un filme coral de casi cinco horas de duración que llamó Invierno, Cortés es la piedra angular de la primera de sus tres partes. Pero también es una piedra en el zapato, un irritable y taciturno escritor que durante el día tipea y tipea sobre su teclado para dar con el tono, el drama y la comedia de Caída libre, su nueva novela. Seis meses más tarde, Alejo Cortés (Matías Oviedo) lanzará la obra a través de un golpe noticioso de proporciones. Nadie lo espera. Nadie ni siquiera lo sospecha.
Para Fuguet, que acaba de publicar Todo no es suficiente (una extensa crónica sobre el malogrado autor uruguayo Gustavo Escanlar), Invierno es por ahora el punto final de su carrera como cineasta, que se compone de cinco filmes. “Por ahora es así. Siento que ya estoy un poco viejo para estas cosas. He hecho cinco películas y  básicamente cumplí con mi cuota de cine en el mundo. Hacer Invierno me agotó y recorrer el resto de los circuitos, que implica festivales, tratar de mostrar en Estados Unidos y todo eso, es demasiado. Quizás con 20 años, pero no a mi edad. Por lo demás estoy orgulloso de haber hecho todas las películas solo, sin un peso del Estado. Nunca nos fue bien en las postulaciones, pero al final terminó siendo mejor”, comenta. Sin embargo, cuando Fuguet habla de nunca jamás sabe que pisa un terreno minado y se apresura a bromear: “Aunque por otro lado, Frank Sinatra se la pasaba anunciando su retiro”.
Las cinco horas de duración de Invierno son un riesgo que el director ve como absolutamente coherente con sus objetivos: “De eso se compone la creación, de riesgos. ¿Por qué no correrlos? Nunca me impuse hacer algo más corto que esto y es la única forma en que podía contar estas historias corales. No quería hacer un cuento, sino que una novela fílmica. El estándar de las dos horas es una norma de Hollywood de la que no estoy preso. El cine es un arte muy joven y nada está dicho para siempre, Sé que no es comercial hacer una película que dure tanto, pero tampoco soy un tipo que haga cine de ese tipo. Esto no es Jurassic Park. No, prefiero decir que Invierno es una jugada más punk, hecha entre amigos, con poco dinero. Si va mucha gente,  excelente, y si van 30 personas, bien también”, explica.
La primera parte de Invierno se exhibirá desde mañana en los Cineplanet Costanera Center y La Dehesa y el plan es que sucesivamente se estrenen la segunda y tercera. Antes ya se dio en Chile íntegra en el Festival del Bío Bío y se estrenó mundialmente a principios de abril en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici), donde las críticas fueron particularmente felices. “La dieron a las 12 del día en el Village Recoleta de Buenos Aires: calor, mala hora, no la mejor de las plazas para este tipo de cintas que deberían ir más en la noche. Pensé que nadie iría, pero al final se convirtió en un pequeño éxito entre el público”, dice Fuguet. 
Definida por él mismo como “película coral”, Invierno articula las vidas de varios personajes, todos más o menos conectados con Alejo Cortés, un tipo demasiado sensible para el mundo que a diario le toca habitar. Está su mejor amigo Jose (Pablo Cerda), un autor de jingles que se toma la vida con una ligereza que envidia Alejo; su hermana mayor Leo (Katherine Salosny), mujer que ya viene de vuelta de lo bueno y malo del amor y que se siente responsable por Alejo; Nazareno (Tomás Verdejo, de Los 80), publicista de mente rápida y gran olfato monetario; Tomás (Pedro Campos), estudiante de literatura soñador e ingenuo, admirador incondicional de la obra de  Alejo Cortés.
La película da a entender que el escritor no engancha con los tiempos y que despotrica de su propia obra, empezando por Fast forward, su primera novela, un título que evidentemente se conecta a Por favor, rebobinar del propio Fuguet. ¿Cuánto de él coexiste en el asocial Cortés? “Poco a estas alturas. Tengo formación de periodista y siempre tuve claro que hay publicidad, marketing y que el mundo no es blanco y negro, ni que se divide en buenos y malos. Alejo, por el contrario, es un tipo binario: todo es bueno o malo para él y no ve matices en la vida. Le teme a la prensa, a la exposición, a la farándula y, además, es muy testarudo. Y, claro, es alguien muy frágil”. 
La película también le sirvió a Fuguet para reencontrarse con Katherine Salosny, con quien compartió pantalla televisiva a fines de los 80 en Extra jóvenes y luego a inicios de los 90 en Ene TV: “Hay algo de mito urbano en la relación entre nosotros. La verdad de las cosas es que aparte de esos programas no la vi mucho más.  No sé nada de los matinales de TV, por ejemplo. Sólo me constaba que había actuado en teatro, que había hecho monólogos de obras inglesas y que es muy capaz. En el set me lo demostró. Yo creo que es nuestra Julianne Moore”.

18/6/15

Cuando Ernesto Guevara aún no era el Che

El argentino Jorge Denti relata en el documental  La huella  los viajes que convirtieron al joven médico en el conocido comandante

Ernesto Che Guevara, La Habana, 1963./ René Burri./lavanguardia.com

Walter Salles lo contó desde la ficción en "Diarios de motocicleta" (2004) y ahora es el argentino Jorge Denti quien relata los viajes que convirtieron al médico Ernesto en el comandante Che Guevara en el documental La huella, dando voz a sus verdaderos protagonistas: sus compañeros de aventura.
Su hermano, Juan Martín Guevara, el amigo de la infancia Carlos Calica Ferrer, con quien partió de Buenos Aires a Bolivia, Lima y Ecuador en su segundo gran viaje latinoamericano (1953-1954), y Alberto Granado, su aliado en aquel primer recorrido de siete meses con la moto "Poderosa" por Argentina, Chile y Perú, aportan los testimonios más valiosos del filme, que llega este viernes a España.
Son ellos quienes retratan a un joven idealista recién salido de la facultad, jugador de rugby -a pesar del asma que padecía-, más interesado en la poesía de Neruda que en políticas izquierdistas y con una enorme sed de viaje y conocimiento.
Granado, fallecido en 2011, asegura que el doctor Hugo Pesce, experto en lepra y dirigente del partido comunista de Perú, fue una de las figuras que más le impresionaron. Él les enseñó a tratar a los leprosos en una época en la que vivían totalmente marginados, al tiempo que les introdujo en las teorías marxistas, cuenta.
Más de un año después, en Guayaquil, Guevara aún planeaba trabajar en la Standard Oil para ahorrar y poder marcharse a París para especializarse en Alergología, cuenta otro amigo, Óscar Valdovinos, quien finalmente lo vio partir hacia Guatemala.
Fue allí donde empezó a adquirir más directamente conciencia anticapitalista, tras las maniobras desestabilizadoras de Estados Unidos sobre el gobierno comunista de Jacobo Arbenz a raíz de una reforma agraria que afectó seriamente los intereses de la compañía norteamericana United Fruit. Y también fue allí donde cogió por primera vez un fusil.
Las cartas a su madre y a su tía leídas por una voz en 'off', fotografías y grabaciones de los lugares por los que pasó Ernesto Guevara completan el documental, que se estrena esta semana en España, pocos días después del "supuesto" aniversario de nacimiento del mítico guerrillero.
Y es que el 14 de junio es la fecha que figura en el registro, donde lo anotaron como nacimiento precoz, pero algunos investigadores han apuntado que pudo nacer un mes antes y que por razones morales -sus padres se habían casado en diciembre- optaron por ocultarlo.
Hasta ese punto pervive el enigma en torno a una de los mayores iconos de los movimientos libertarios contemporáneos, tan ensalzado por unos como denostado por otros.
"Recuerdo el día en que leí en el periódico que Ernesto había tomado La Habana y me pregunté quién era ese tipo, un argentino tomando La Habana", señala Denti a Efe. "Más de 40 años después -y de un documental-, sigo preguntándomelo", añade.
En realidad Denti, que filmó en primera línea la revolución sandinista y es autor también de los documentales "Petróleo. 100 años de historia" y "Juan Gelman y otras cuestiones", filmó un guión de ficción en la década de los 90 sobre esta etapa del Che Guevara llamado "Un abrazo para todos".
"Fue el padre de Ernesto quien me invitó un día a su casa a cenar y me dijo que le gustaría que alguien hiciera una película de Ernesto, no del Che, y me animó a que me metiera en esta historia", recuerda Denti.
Aquel primer intento se frustró por falta de apoyo de los institutos de cine argentino y mexicano de la época. "No quiero hablar más de eso porque perdí mi casa, fue una experiencia dura, aunque victoriosa al final porque logré devolver todo el dinero que me habían prestado", recuerda.
En esta segunda ocasión quien lo animó fue el propio Granados, en cuyos relatos escritos se basaron también en parte los "Diarios de motocicleta" de Salles. "Esta fue la última entrevista que dio", afirma Denti.
El relato de La huella concluye justamente el 25 de noviembre de 1956, cuando desde el puerto mexicano de Tuxpan, junto a otros 80 hombres, el Che Guevara partió hacia Cuba a bordo de un yate llamado Granma.

12/6/15

El mordisco eterno

Drácula es eterno a cambio de estar medianamente muerto, o medianamente vivo, circunstancia que lo aproxima a la necrofilia y a la escatología, al cadáver y a las heces. En términos psicoanalíticos estaría más vinculado a la fase anal que a la sexual y sería la representación más conseguida de la escatología posmortuoria

Lee en un momento de  The wicker man  (1973) -  El hombre de mimbre en España-, la consideraba como su mejor película./elmundo.es

En la mitología popular derivada del cine, la cara de Christopher Lee sustituyó a la de Béla Lugosi en la representación del vampiro. Béla Lugosi era de origen magiar y su cara nos conduce a regiones vinculadas al mito del vampiro, pero es poco angulosa, si bien parece concebida para sugerir un mundo de nocturnidad y deseo. Christopher Lee le dio más angulosidad a la figura del vampiro, con su rostro que parecía tallado a navaja. Ahora mismo, si el lector cierra los ojos y se concentra en la figura del vampiro, es muy posible que surja antes en su mente la cara de Christopher Lee que la de Béla Lugosi, lo que equivale a decir que en este preciso momento en que se produce su muerte su cara es la que mejor representa al vampiro en el imaginario colectivo.
El siglo XX convirtió el mito del vampiro en uno de los más recurridos y permanentes, y esa tradición sigue muy viva en el siglo XXI. Como mito en sí, es anterior a su conversión en novela, y en diferentes mitologías tanto europeas como americanas aparece la figura del bebedor de sangre, pero es evidente que el mito cristaliza de verdad y con todo su poder universal gracias a la novela 'Drácula' de Bram Stoker.
¿Qué clase de miedos, deseos y pulsiones puso en movimiento la historia del vampiro tal como la concibió Stoker? Empecemos por su nocturnidad. Drácula es una criatura de la noche, de una noche arcaica como la región en la que se ubica su castillo: Transilvania. Drácula es una criatura de la noche de los tiempos.
Drácula es un muerto viviente, lo que lo vincula a la mitología de los zombis, no menos tumultuosa que la de los vampiros. Drácula es eterno a cambio de estar medianamente muerto, o medianamente vivo, circunstancia que lo aproxima a la necrofilia y a la escatología, al cadáver y a las heces. En términos psicoanalíticos estaría más vinculado a la fase anal que a la sexual y sería la representación más conseguida de la escatología posmortuoria.

Su enfermedad es "la enfermedad de la muerte", su enfermedad es su misma condición de vampiro, y tiene el poder de contagiar esa enfermedad con sus dientes. Es como una serpiente que envenenase a la víctima introduciendo en ella la sed, que sería también la sed de vidas ajenas: en realidad la sed del otro elevada a la enésima potencia y convertida en sed de sangre. Circunstancia verdaderamente definitiva porque conecta el mito del vampiro con la eucaristía, a la vez que lo vincula a toda la mitología referida al valor regenerador de la sangre, de una amplitud inmensa y muy presente en todas las culturas.
Si nos ceñimos a la historia del siglo XX, con sus guerras mundiales, sus exterminios en masa, su sumisión a los poderes saturninos de la noche (como vio Thomas Mann el nazismo) no es difícil explicarse por qué se ha hecho tan relevante y universal la figura del vampiro. Como mito es bastante complejo y contradictorio, y no dibuja una imagen demasiado agraciada del género humano: nos convierte en cadáveres vivientes, errando por una noche humeante, entre tumbas, ataúdes, cuellos resplandecientes, carótidas, yugulares... Lo más primitivo: el mordisco, y lo más sofisticado: su vuelo elegante y tétrico y los cuellos de cisne de las elegidas.
Si ubicamos a Drácula en el campo semántico del héroe clásico, vemos que comparte con el héroe el hecho de que va dejando tras de sí miles de cadáveres, o de personas que se convierten en cadáveres vivientes como él; también comparte con el héroe su familiaridad con la muerte y su naturaleza errante. Pero si nos acercamos todavía más, lo vemos ya como un héroe hijo del segundo romanticismo, el que se caracterizó por su aire fúnebre y su amor a los sepulcros, y que desembocó finalmente en el simbolismo.

Un terror moderno

La novela de Stoker podría verse como un producto tardío de escuelas ya desaparecidas o en decadencia, y a la vez como la mejor cristalización del terror moderno, que necesita, como el antiguo, el recurso al símbolo, y el vampiro es un símbolo semánticamente muy cargado, como ya hemos visto, que en algunas mitologías simboliza el saber, o su trasmisión, y Drácula trasmite el saber de la noche, que haría más llevadera la oscuridad y hasta podría convertirla en un deleite.
Para un actor encarnar esa figura es siempre un reto por varias razones: porque es una figura muy ambigua que ha de plasmarse perfectamente en la cara, y porque se trata de un papel que puede llegar a contaminar tu alma y convertirla en una enamorada de Drácula.
Las leyendas que ilustran el poder contaminante de la figura del vampiro son innumerables, y algunas se gestaron ya en el rodaje de 'Nosferatu' del genial Murnau. Por lo visto el actor, Max Schrek (Max Terror) o bien era un vampiro o se había creído demasiado el personaje. Los avisos sobre los peligros de encarnar vampiros continuaron con Béla Lugosi, y prosiguieron con Christopher Lee. Tan reiterado fenómeno no es para tomarlo a broma, y nos indica que el papel del vampiro es muy absorbente, tan absorbente como la boca de Drácula, tan absorbente como el mal cuando va envuelto en una buena metáfora vinculada a todos los sentidos: la vista, el tacto, el oído, el olfato, y finalmente el paladar apreciando el demasiado humano sabor de la sangre, porque todos los sentidos se alían en el mordisco de Drácula, en su beso más real, que le da vida y le rejuvenece como los banquetes de sangre de Erzsébet Báthory, pero en más fino: el mito de la sangre deparadora de vida y de invulnerabilidad que ya vemos en Aquiles y en otros héroes de la antigüedad.
Los tres grandes representantes del vampirismo clásico en cine, Schrek, Lugosi y Lee, acabaron adorando a Drácula y los tres parecen encarnar una antigua sentencia: nadie pasa impunemente por el infierno, y los que lo hacen acaban creyéndose príncipes de las tinieblas.



El hombre de mimbre contra su destino

Por Luis Martínez


"Mi primer Drácula lo hice en el año 1967 y el último en 1972. Hace más de 30 años que no interpreto a Drácula. La semana pasada me nombraron Sir en Inglaterra y la prensa al día siguiente decía que habían nombrado Sir a Drácula. Me molesta, la verdad". Fue en Sevilla en 2009 cuando un Christopher Lee señorial, viejo y algo cansado, se enfadó. Lo hizo tranquilo, pero enérgico; colérico, pero reposado. Siempre con ese aire aristocrático que le acompañó desde la cuna. No en balde, conviene recordar que fue hijo de una condesa y un teniente coronel. "Es muy difícil decir qué aspecto de mi vida me ha convertido en actor. Toda mi familia se ha dedicado al arte en diferentes facetas, así que supongo que el arte lo llevo en la sangre".Y a su lado, siempre atenta, la que fue su mujer de toda la vida Birgit Kroence. Las crónicas, los obituarios y la prensa en general, siempre tan amante de la muerte (la suya incluida), se empeñaron en encasillar en la cara de espanto al hombre de la pistola de oro. Su pecado: envenenar junto al director Terence Fisher, el guionista Jimmy Sangster y el colega Peter Cushing la imaginación de todos los que descubrieron el cine en sesiones dobles a lo largo de los años 60. El lugar común, de nuevo, hizo de toda la larga serie de delirios pop que surgieron de esa alianza, la segunda edad de oro del cine de terror. Y, sin embargo, lo que importaba era otra cosa. Lejos del realismo fúnebre y depresivo de la Universal de los años 30, lo que hizo la productora Hammer (de ella se trata) fue humedecer las pesadillas, empapar la sangre con el dulce veneno de lo prohibido. Suena lírico, quizá erótico, y, en realidad, es simple negocio. "La mejor película que hice de esa época fue 'La momia'. Físicamente fue muy exigente. Me pasé toda la película vendado y apenas podía moverme. Fue un martirio soportar a la mujer en brazos", confesaba y, a la vez, ponía el acento en el cuerpo desmayado de, obviamente, Yvonne Furneaux. Y, pese a todo, pese al ritual de los titulares, de pocas filmografías puede presumir la historia del cine tan peculiares, extremas e inclasificables. Y tan prolíficas. "No sé cuántas películas he hecho... Entre 250 y 300, no puedo recordarlas todas. En este momento tengo ocho películas pendientes de estrenarse. No sé si participaré en 'El Hobbit' [al final, lo hizo]. El vuelo a Nueva Zelanda es agotador. Probablemente sea el actor vivo con más películas filmadas, pero no es algo que me preocupe ni me quite el sueño. Para el que tenga mucha curiosidad, le aconsejo que vea mi página web... Creo que hay alguno que incluso ha escrito alguna tesis doctoral sobre mí", decía. Sin ánimo de avasallar. Cuando le tocó participar en la serie James Bond, consiguió con su Scaramanga, el hombre de los tres pezones, componer el más turbio y menos evidente de los villanos posibles. "He hecho muchas películas de culto en mi vida, pero tengo especial cariño, más que por La fusta y el cuerpo, de Mario Bava, que era muy inteligente, por 'The wicker man' (El hombre de mimbre), quizá la mejor película que he hecho en mi vida. Magnética". Y en en esta última frase es donde Lee, siempre casi enfadado, acertaba a dar la medida perfecta de todo lo que fue mucho más allá de sus papeles como Saruman, el Conde Dooku o Mycroft Holmes ("No he conocido un hombre como Billy Wilder"). De hecho, cuentan las crónicas que él mismo y el guionista Anthony Shaffer compraron los derechos de la novela de David Pinner en la que se basaba la historia de un policía que investiga la muerte de una joven en un extraño ritual. La idea era componer una película de misterio lo más alejada posible de la factoría Hammer, en el polo opuesto de sí mismo. Y así fue. La película, considerada el ciudadano Kane del cine fantástico, esconde en la interpretación alucinada de su protagonista la verdadera medida de un hombre y un actor fuera de norma. Ahí se volcó hasta transformarse en el actor de culto que, si se rasca en la superficie de las frases hechas, no es difícil encontrar. "Empecé en la época dorada del cine, en los años 40. El cine ha cambiado muchísimo. Da la impresión de que nadie quiere aprender. Las películas son carísimas, los sueldos de los actores altísimos y todo depende de que la película tenga muchísimo éxito nada más estrenarse. Todo es negocio... He trabajado en películas en las que sabía en sólo dos días que iban a ser un desastre. Lo que se prometía era mentira, pero ya tenía el contrato firmado y no podía echarme atrás. Me ocurrió, sobre todo, nada más llegar a Hollywood, varias veces, pero siempre he intentado dar lo mejor de mí, que es la única forma de quedarme satisfecho... Y por favor no insistan con lo de Drácula".

9/6/15

Instrucciones para engañar a la oscuridad

Aunque fue economista, dejó su profesión cuando descubrió que su verdadera pasión era la fotografía. Sin duda, se trata de un hombre que ha mirado a la humanidad con una dosis de compasión y que encontró en la naturaleza una probable redención. Entrevista

 
Sebastião Salgado posa frente a una fotografía de su serie Génesis. /revistaarcadia.com
La primera fotografía que Sebastião Salgado tomó en su vida muestra a su esposa, Lélia. La muestra el documental La sal de la tierra, que el director alemán Wim Wenders y Juliano Salgado, hijo de Sebastião, le dedicaron el año pasado a la vida y obra del fotógrafo brasileño: Lélia está sentada en el alféizar de una ventana en un cuarto muy oscuro con su rostro dirigido al sol, que brilla afuera. El contraste drástico convierte a la mujer en poco más que una silueta, dividida entre la claridad y la oscuridad radicales.
“Empecé a tomar fotos muy tarde, cuando tenía casi 30 años. Esa imagen de Lélia fue realmente mi primera fotografía”, dice Salgado, sentado en un museo de Berlín, a donde ha venido a presentar Génesis, su proyecto fotográfico más reciente, y a hablar sobre el cambio climático ante un auditorio a reventar. Se le ve cansado. En los últimos meses ha visitado una docena de países con Génesis, ha respondido las preguntas de periodistas de todo el mundo. Sin embargo, el pavor que me produce la perspectiva de una entrevista desganada se disipa muy pronto. Salgado escucha las preguntas con paciencia y sin interrumpir. Responde sin afán, escogiendo las palabras con cuidado, y en ellas se puede saborear –sin importar si Salgado habla en español, francés o inglés– la cadencia del portugués del Brasil. “Era 1970. Estábamos en el sur de Francia y acabábamos de comprar una cámara Pentax que Lélia necesitaba para tomar fotos de arquitectura –recuerda–. Yo nunca antes había mirado a través del visor de una cámara. Pusimos el rollo dentro y estábamos intentando entender cómo funcionaba el aparato. Tan pronto tomé la foto de Lélia, la fotografía empezó a invadir mi vida”.
La cabeza calva y blanca de Salgado y su forma apacible de hablar hacen pensar en un monje budista. Las imágenes de sus primeros viajes en los años setenta por Sudamérica, África y Asia lo muestran –hombros anchos, barba rebelde y melena rubia– como una mezcla de vikingo y revolucionario latinoamericano. Es probable que el Salgado de hoy tenga algo de todas esas cosas. Sus ojos azules se posan solo por segundos en los del entrevistador, y esa timidez sorprende: Salgado es uno de los fotógrafos más prestigiosos del mundo, un notable activista ambiental y después de La sal de la tierra–premiada en el Festival de Cannes de 2014, ganadora del premio César en Francia y nominada a inicios de 2015 al Óscar a mejor documental–, una figura de culto de la llamada fotografía sociodocumental.

80 fotos en un minuto

Sebastião Salgado nació en 1944 en Minas Gerais, Brasil, y creció en la finca de sus padres. En São Paulo estudió Economía y en 1967 se casó con la pianista Lélia Deluiz Wanick. Su militancia de izquierda, y el riesgo de ser apresados por la dictadura, obligó a la pareja a exiliarse en París en 1969. Allí, Sebastião escribió una tesis doctoral y Lélia comenzó a estudiar Arquitectura. En 1971, Salgado empezó a trabajar en Londres para la Organización Internacional del Café. “Trabajando como economista, empecé a hacer viajes por África y a tomar fotos –relata–. Cada vez que regresaba a Londres sentía que la fotografía me producía mucho más placer que la economía. Así que en un momento le dije a Lélia que quería trabajar como fotógrafo. Ella me apoyó y en 1972 regresamos a París. El comienzo fue difícil. Yo solo era un amateur. Pero trabajaba de forma muy decidida”.
Tanto, que poco después ya trabajaba para las principales agencias de fotografía de Francia: Sygma, Gamma y finalmente, en 1979, Magnum –que había sido fundada por Robert Capa, Henri Cartier-Bresson y otros–, donde estuvo 15 años. En 1981, Salgado recibió el encargo de la revista estadounidense Time de fotografiar durante varios días al presidente Ronald Reagan. Cuando el 30 de marzo de ese año John Hickley Jr. le disparó seis veces a Reagan en el hotel Hilton de Washington, Salgado estaba muy cerca. Sus fotos del atentado (con varias cámaras, Salgado tomó casi 80 fotos en un minuto), produjeron tanto dinero que pudo comprar el apartamento de París en el que vive aún hoy con Lélia y su segundo hijo, Rodrigo –nacido en 1979 con síndrome de Down– y preparar desde allí los viajes que darían origen a los primeros proyectos fotográficos: Otras Américas, sobre la vida en el campo suramericano, y Sahel, que documenta la sequía inclemente en el norte de África. Ambas colecciones aparecieron como libros en 1986, y ellas fundamentan la reputación de Salgado como reportero fotográfico comprometido.

“¿Qué otras historias quieres que yo contara?”

Si bien la primera foto de Lélia es a color, y durante su posterior carrera Salgado solo ha trabajado en blanco y negro (“Siempre he sido un contador de historias y los colores producen una desconcentración profunda”), en aquella primera imagen se encuentra mucho de lo que caracteriza la obra de Salgado. Allí está ya la manía de trabajar a contraluz y los contrastes de iluminación dramáticos: “Vengo de un país de luz intensa. Cuando era niño todo sucedía a mi alrededor bajo una iluminación muy fuerte, así que aprendí a ver el mundo a contraluz –dice Salgado–. Hoy, cada vez que miro por el visor, veo que todo lo que está a contraluz tiene contorno, es rico en detalles. Y todo lo que está iluminado con luz mediana no tiene sorpresas”. Está la sensación de dignidad de la persona fotografiada. Y allí está, por supuesto, Lélia, quien hasta hoy prepara los viajes del fotógrafo, que suelen durar años enteros, es curadora de sus exposiciones, diseña los volúmenes de fotos y lo acompaña en muchas de sus charlas en todo el mundo.
Lo que aún no está en aquella primera foto, sin embargo, es lo que durante más de tres décadas fue el tema de la obra de Salgado: los trabajos del ser humano. Sus fotografías del hambre en África, de la lucha impotente de bomberos contra el fuego espectacular de las torres de petróleo en Kuwait tras la Guerra del Golfo Pérsico, de los desplazados de la guerra en Etiopía y del genocidio en Ruanda: su tema constante son los afanes y las necesidades –pero también, una y otra vez, el empeño de supervivencia– de la gente en el llamado “Tercer Mundo”.
Varias cosas se enfrentan en la contemplación de las fotos de Salgado: el asombro frente a la fuerza épica de escenas que dan la impresión de haber ocurrido hace miles de años. (Esto es particularmente claro en las imágenes de 1986 de las minas de oro de Serra Pelada, en Brasil, que parecerían documentar la construcción de la Torre de Babel o de las Pirámides). Se mezclan con aquel asombro el desconsuelo, la vergüenza y el embeleso que produce contemplar fotos de la miseria ajena. Y choca con todo ello la atracción estética que causan fotografías que son, a fin de cuentas, obras de arte.
Salgado ha sido criticado por atenuar el dolor a través de la belleza de sus fotos, por “explotar el sufrimiento” (un libro alemán sobre su obra incluso se titula: El glamour de la miseria). A esto responde inquieto: “La gente en los países ricos cree que la realidad corresponde a su vida. Pero la vida de la mayoría de la gente en el mundo, en Brasil, Colombia, India, África o China, del 80 % de la humanidad, no es sencilla. Yo quería contar historias. Y viniendo de donde vengo, ¿qué otras historias quieres que contara? Yo quiero mostrar las cosas como son”.

El planeta entero

El registro insistente de esa realidad dejó, sin embargo, su rastro en el fotógrafo. Después de los años que pasó documentando el genocidio y el desplazamiento en África –al que dedicó los proyectos Éxodos y Los niños de la migración, publicados en 2000–, Salgado estaba roto. “Sufrí una gran decepción con mi especie. Mi salud no estaba bien, casi había entrado en una depresión –explica–. Los seres humanos somos una especie depredadora, durísima con nosotros mismos, la única capaz de crear una industria para matarnos unos a los otros, para entrenar gente para reprimir y asesinar”. Salgado dejó de tomar fotos y se refugió con su familia en Brasil.
La interrupción de su trabajo como fotógrafo se extendió durante un par de años. El siguiente proyecto de Lélia y Sebastião no tendría nada que ver con fotografía. Y sin embargo aquel proyecto, que continúa hasta hoy, en cierta forma salvó a Salgado, también como fotógrafo. A finales de los años noventa, y por iniciativa de Lélia, la pareja decidió reforestar la región inmensa alrededor de la finca de la familia de Salgado, que desde hace décadas estaba completamente marchita a causa de la ganadería y la tala de árboles. El Instituto Terra, surgido de aquella idea, ha plantado hasta hoy dos millones y medio de árboles nativos. La vegetación y los ríos locales se han recuperado y la gran mayoría de las 7.000 hectáreas de bosque amazónico rescatadas son actualmente un parque nacional.
En 2004, Salgado decidió una vez más salir de viaje con su cámara. “A través de nuestro trabajo ambiental descubrí la riqueza de las otras especies, entendí que, por ejemplo, los trabajos de las hormigas son quizá más grandes que el mío”. Inicialmente, Salgado pensó en documentar la destrucción del planeta, pero al final decidió dedicar el que, según él, será quizá su último gran proyecto fotográfico, a algo muy distinto. Esta vez, los viajes de Salgado duraron ocho años: lo llevaron desde los desiertos africanos hasta las estepas congeladas de Siberia, y las fotografías surgidas de allí, reunidas bajo el nombre de Génesis, muestran la mitad del planeta que hasta hoy permanece intacta –volcanes, glaciares, bosques–, y las tribus y animales que los habitan. El ímpetu prehistórico de las fotos anteriores está completo en el nuevo proyecto, así como la obsesión de explorar un tema hasta el límite. En su libro Trabajadores (1993), Salgado había querido hacer una “arqueología de la era industrial”, para lo cual registró minuciosamente fábricas hirvientes, obras en construcción, vías ferroviarias en medio mundo. Con Génesis, la ambición de Salgado era un poco más extensa: el planeta entero.
“Gracias a Génesis –dice Salgado–, entendí que todo está vivo y que la naturaleza es increíblemente inteligente. Yo había visto mucho infortunio. Cuando terminé este proyecto, me sentía mucho más optimista”. ¿También respecto al ser humano? “No –responde Salgado sin dudar–. Temo que no vamos a durar mucho tiempo. Si vemos nuestras ciudades, es claro que ya estamos saliendo del planeta, que cada vez tenemos menos vínculos con la naturaleza. Quizá podamos sobrevivir si logramos volver al planeta. Pero algo tiene que cambiar”. Hay mucha angustia y urgencia en esas palabras, pero no hay resignación. Mientras Sebastião Salgado cuenta cómo una idea descabellada logró reavivar su tierra, cómo un árbol es un mecanismo perfecto que puede redimir todo un ecosistema, su voz transporta una calidez y un entusiasmo inmensos. Y cuesta creer que el juego entre la luz y la oscuridad haya terminado.

3/6/15

Película colombiana "Ella", seleccionada como mejor filme latinoamericano

 El filme de Libia Stella Gómez ganó en el Festival Latinoamericano de Cine de Tigre, Argentina
Fotograma de Ella de Libia Stella Gómez/elespectador.com

La película colombiana "Ella", de la directora Libia Stella Gómez, fue galardonada como el mejor largometraje en el Festival Latinoamericano de Cine de Tigre, Felcit, que se llevó a cabo entre el 26 y el 31 de mayo en la ciudad de Tigre, Argentina.
El filme también recibió el premio a mejor actor para Humberto Arango, quien interpreta a Alcides.
Rodada en los cerros de Ciudad Bolívar en Bogotá, "Ella" es un filme "íntimo y conmovedor que invita al espectador a reflexionar sobre la vida, la muerte, la indolencia y la dignidad; problemáticas sociales que inspiraron a la directora, para construir cada uno de los personajes a la medida de quienes los representarían. Para ella, la fuerza de la historia recae en la interpretación, más que en cualquier otra herramienta narrativa", dicen los productores del largometraje.
Además de Humberto Arango, el elenco cuenta con la participación de Reina Sánchez, Andrés Castañeda, Shirley Martínez y la participación de la joven actriz, natural de Ciudad Bolívar y Deisy Marulanda.
El estreno de "Ella" en las salas de cine nacional está programado para el próximo 11 de junio.

2/6/15

Cineclub UC: 40 años educando el ojo

El cineclub universitario de labores ininterrumpidas más antiguo de Latinoamérica celebrará sus 40 años con un ciclo de películas de los años setenta, década en la que fue fundado

Fachada del Teatro México en el centro de Bogotá, sede cultural de la Universidad Central. /elespectador.com

Mucho antes de que el cine se convirtiera en una industria alimentada por producciones espectaculares que llenan las salas de los centros comerciales y que cada vez acercan más a los espectadores a experiencias de inmersión (realidad 3D, domos y simuladores en los que el público puede escoger y vivir su propia película), las circunstancias de difusión del séptimo arte entre quienes se interesaban por él eran muy distintas.
El cine nació en París a finales del siglo XIX y ya durante las primeras décadas del XX comenzó a generarse una cultura importante en torno a él. En 1920, el director, crítico y dramaturgo Louis Delluc creó un club privado para la presentación de películas que no se proyectaban en las salas comerciales. Delluc decidió llamarlo “cineclub” y allí reconocidos directores, escritores, intelectuales y artistas de la época se reunieron para apreciar las cintas y generar ejercicios críticos a partir de este ejercicio.
Esta práctica de naturaleza reflexiva, emancipada de la actividad comercial de las productoras de cine, se difundió rápidamente en países como España, Alemania e Inglaterra. Pero fue a finales de la década de 1940 que llegó a Colombia, por iniciativa de Luis Vicens. Este cinéfilo y librero catalán llegó a Santa Fe de Bogotá para fundar en 1949 el primer cineclub de América Latina: el Cineclub de Colombia. Aunque la primera proyección de cine en nuestro país data de 1897, la instauración del Cineclub de Colombia marcaría el inicio de una intensa actividad cultural alrededor del séptimo arte.
Otro pionero e infatigable apasionado por el universo del celuloide fue el bogotano Hernando Salcedo Silva, cinéfilo, crítico y recordado como generoso promotor de la cultura cinematográfica en la capital. Salcedo continuaría la labor de Vicens y actuaría como inspirador y colaborador en la creación de nuevos espacios para el cine. Además, plasmaría parte de su saber en las páginas de este mismo diario, como lo hiciera Gabo, su contemporáneo y cómplice en esa aventura.
Los años setenta
Pese a las dificultades financieras y de difusión que afrontó por mucho tiempo el medio cinematográfico en Colombia, los cineclubes se convirtieron en importantes puntos de encuentro para el intercambio de conocimientos, ideas, inquietudes y reflexiones en torno al cine. Asimismo, quienes impulsaron la actividad de los cineclubes se preocuparon por la apropiación, preservación y difusión de la cultura y el patrimonio fílmico, preocupación que se materializó en la creación de cinematecas como la de Colombia, fundada por Luis Vicens, y la Distrital, inaugurada en 1971.
A partir de 1970, gracias a las iniciativas de inquietos jóvenes cinéfilos y de académicos vinculados a universidades como la Nacional, la Javeriana, la Tadeo, el Externado, los Andes y la Central, Bogotá se convirtió en un escenario propicio para la militancia cinematográfica. En medio de un escenario político tenso en América Latina, los estudiantes reclamaban también a través del activismo cultural e intelectual garantías sociales.
En ese momento ya eran famosos espacios como Cine Arte, Gente de Cine y Núcleo en Argentina, así como sus revistas; y el Salón Cinematográfico y La Cinemateca Luis Buñuel en México, un coloso de la industria del cine, que tuvo momentos de esplendor y decadencia. En Colombia, los cineclubes bogotanos se alimentaban y aprendían de las experiencias de grupos como el de Barranquilla y el de Cali.
El Cineclub de Cali fue especialmente representativo, por una parte, debido a que la programación de sus ciclos evidenciaba un conocimiento profundo y acertado, y por otra, gracias a su revista Ojo al Cine, una de las primeras y más relevantes publicaciones especializadas en cine de Latinoamérica, y en la que colaboradores nacionales y extranjeros ampliaban los horizontes de la crítica cinematográfica.
Esta revista, de la que solo circularon cinco números, entre 1974 y 1976, era dirigida por Andrés Caicedo, Luis Ospina, Carlos Mayolo, Ramiro Arbeláez y Patricia Restrepo, todos ellos sobresalientes en su relación con el cine en Colombia (directores, productores, guionistas y teóricos) y quienes también mostraron un gran interés en difundir y promover el cineclubismo en Bogotá.
Por esa época, la actividad de los cineclubes en la capital era liderada aún por Hernando Salcedo Silva, quien guiaba a Juan Diego Caicedo González, del grupo denominado Los Tres Diegos. También se destacaban Orlando Mora y Jaime Acosta, quienes fueron miembros activos del Primer Encuentro Nacional de Cineclubes y del comité de la Federación Colombiana de Cineclubes.
Surge el Cineclub Universidad Central
En ese momento, Jaime Acosta Morales estaba interesado en crear un cineclub en Bogotá y para llevar a cabo este proyecto contó con dos apoyos fundamentales, el primero: la asesoría de Andrés Caicedo, reconocido entonces como crítico de excepcional formación; y el segundo: el fuerte vínculo existente entre artes y academia que ha tenido lugar en la Universidad Central. Allí, Jorge Enrique Molina, entonces rector y uno de sus fundadores, y el filósofo y escritor Álvaro Rojas de la Espriella, director del Departamento de Humanidades, dieron luz verde a la iniciativa.
El 7 de junio de 1975, el Cineclub dio inicio a sus actividades, que hoy, cuatro décadas más tarde, no han sido interrumpidas y son motivo de celebración.
Cine con clase
En su primera etapa, el Cineclub funcionó en el auditorio de Radio Sutatenza en Bogotá, donde se programaba una función los sábados en la tarde. Los ciclos de directores, movimientos o géneros cinematográficos eran acompañados de hojas informativas, introducciones y foros orientados a fortalecer su labor como espacio para la formación de público.
En su ensayo Los cineclubes bogotanos, recopilado en el proyecto Bogotá Fílmica, del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural (IDPC) y el Instituto Distrital de las Artes, el crítico, docente e investigador Juan Diego Caicedo González recuerda: “Acosta programó de acuerdo con el gusto de Caicedo, lo que para el público de entonces era toda una novedad; películas de directores independientes, obras malditas, veladas y marginales dentro de la exhibición, filmes de horror y terror”, y agrega con respecto a las críticas impresas que se entregaban: “la mayoría eran de la autoría de Caicedo o tomadas de alguna revista española o peruana, como Hablemos de Cine [...] En eso consistió la revolución cineclubística de la Central: un nuevo gusto, otra manera de ver el cine, otro género de crítica, hacían su aparición en la ciudad”.
Luego, desde 1978 y durante más de una década, el Cineclub estuvo bajo la dirección de Patricia Restrepo, quien fuera integrante del comité de redacción de Ojo al Cine y quien además de la programación que organizaba en ese momento en la Cinemateca Distrital, se propuso, con el apoyo del Departamento de Humanidades y Letras de la Universidad Central, realizar publicaciones como Función Social de los Cine-Clubes; Los mediometrajes de Focine; Diego León Giraldo, el cine como testimonio; Cine norteamericano; la Nueva ola, de la crítica a la realización; Wim Wenders, El arte del movimiento; Rainer Werner Fassbinder y Andrei Tarkovski.
La intención del Cineclub de formar un público capaz de conocer los elementos constitutivos de una película y de analizar de forma objetiva y crítica el texto fílmico desembocó en la creación de talleres de apreciación cinematográfica, que luego se convertirían en los Talleres de Apreciación Permanente, bajo la dirección de Julio Contreras, entre 1992 y 1995.
Parte de ese proceso fue la creación de espacios y actividades orientados a la divulgación del cine como expresión humanística y a la formación de público, tales como los Talleres de Oficios para la formación en producción audiovisual y las publicaciones que recogían las experiencias de estos. Desde 1996, la revista Cuadernos del Cineclub, iniciativa de Mauricio Durán, quiso continuar en esa misma dirección y darles unidad y frecuencia a las publicaciones.
Joyas del patrimonio cultural y arquitectónico
A partir de 1998, el Auditorio Fundadores del Teatro México, antiguo Cinema Azteca, construido en la década de 1960 por la productora mexicana de cine Pelmex y adquirido por la Central en 1994, se convirtió en la sede permanente de proyecciones del Cineclub. Ubicada en la acera sur de calle 22, entre las carreras quinta y séptima, en pleno corazón de la ciudad, esta construcción forma parte, junto con el Teatro de Bogotá y el Teatro Faenza, de un complejo cultural abierto al público, donde convergen la conservación de una parte esencial del patrimonio arquitectónico bogotano y una actividad que busca preservar parte del patrimonio cinematográfico de la humanidad.
En 1999, Iván Acosta Rojas, actual director del Cineclub, y Ramiro Camelo propusieron ampliar la programación mediante la proyección de ciclos temáticos, contextualizados o de autor, ya que hasta ese momento se realizaba solo una proyección semanal durante el período académico.
El Cineclub hoy
Actualmente, el Cineclub Universidad Central es sede de eventos cinematográficos de exhibición y académicos en el país; ha acogido a personalidades del cine como Peter Greenaway, Roman Gubernt, Guillermo Arriaga J. y Ciro Guerra, entre muchos otros, y es espacio importante de festivales y muestras audiovisuales como el Festival de Cine Europeo Eurocine, el Festival de Cine de Bogotá, el Festival de Cine Ruso, la Semana Documental (organizada con el Festival de Cine Latino de Nueva York), el Festival Beeld voor Beeld, la Muestra Internacional de Documental, el Zinema Zombie Fest y varios más.
En el último año el Cineclub registró más de 18.000 asistentes a sus eventos, ha acercado la universidad al público bogotano y aumentado su presencia en las actividades cinematográficas de la ciudad, mediante los ciclos y eventos audiovisuales que programa durante once meses del año. También colabora en la creación de nuevos cineclubes y asesora espacios para la formación de públicos como los de la Universidad Nacional de Colombia. Desde comienzos de este siglo es gestor y fundador de la Asociación Nacional de Cineclubes La Iguana.
La formación de públicos con una visión objetiva no solo frente al cine, sino también frente a los medios audiovisuales, ha sido uno de los intereses que han guiado con mayor fuerza las actividades del Cineclub. Esta labor se ha manifestado en los criterios de programación de ciclos, eventos, foros, seminarios, talleres, conversatorios y conferencias dirigidas a diferentes sectores del público y que se enmarcan en la función educativa y social de la universidad en Colombia.

Laura Zoar Blanco Adarve.Licenciada en Español y Filología Clásica de la Universidad Nacional y correctora de estilo de la Universidad Central.