21/3/15

La irresistible atracción del filme "noir"

Caja Negra publicará La noche tiene mil ojos,  reúne escritos de María Negroni sobre la época de oro de detectives, asesinos y femmes fatales en el cine norteamericano. En el fragmento que aquí se reproduce, la autora cuenta el origen de su afición por el género y analiza con agudeza algunos de sus tópicos

Orson Welles (izq.) en Sed de mal (Touch of Evil, 1958), considerada como la última película de su estirpe./adncultura.com

You wouldn't kill me in cold blood, would you?
- No, I'll let you warm a little.
(-No me matarías a sangre fría, ¿no?
-No, te dejaría entibiar un poco.)
Llegué al film noir sin darme cuenta. Atraída, sobre todo, por la fotografía, esos planos torcidos, en blanco y negro, que tocaban una sinfonía absoluta, parecida a la que se erguía en los primeros films del expresionismo alemán. Como dije, me tomó un tiempo darme cuenta de que los principales directores del film noir norteamericano habían llegado a Hollywood desde Alemania y se habían traído en las valijas un activo peligroso. No sólo las afinidades literarias (su debilidad por el Círculo de Jena) sino el arsenal visual de la "pantalla demoníaca". En su haber, quiero decir, no sólo había obras maestras como El estudiante de Praga, Metrópolis, Nosferatu, El Golem o El gabinete del Dr. Caligari; había una escuela de ideas, lo que se llama una poética.
De pronto, las coincidencias se me hicieron obvias. También en el noir hay tópicos, tan fijos como recurrentes. Una hora (la noche), un motivo (el crimen), un personaje (el detective), una corte de maleantes (fisgones, ladronzuelos, matones), un peligro rubio (la femme fatale), y una propensión ubicua a traicionar, robar o matar alcanzan para una fórmula que las variaciones confirman. Habría que agregar enseguida: en la estructura del noir -en su trama enrevesada- hay siempre una catábasis o, lo que es igual, un viaje por las alcantarillas y el submundo urbano, donde se explayan, como sinécdoques, crimen y castigo, deseo y culpa.
Y, sin embargo, la geometría en el noir se complica. Allí donde el gótico elige una dirección obsesiva y unidireccional (se diría una flecha que apunta siempre hacia abajo, hacia los sótanos donde está -encerrado y suprimido- el deseo), el noir construye un triángulo con una medianoche -la femme fatale- instalada en el centro. Marido esposa/amante sexy; o bien, padre/hija/madrastra sexy; o bien, maligna mujer sexual/jovencita inocente/víctima masculina son sólo algunas de las combinaciones posibles.
Moviéndose por ese triángulo, mientras tanto, el detective -astuto entre astutos- despliega sus dotes de "llanero solitario", evitando a las mujeres emocionalmente frágiles, sin olvidar jamás que la ciudad es todo cuanto tiene y quiere tener por familia.
Mientras tanto, las fantasías sexuales -más bien desbocadas- no aparecen, como en el gótico, percibidas desde la perspectiva de la infancia.
Se recordará que los personajes de Psicosis, el Nosferatu de Murnau, el hijo del "Amo" de Metrópolis, actúan todos como "niños" cuyo crecimiento, por algún motivo, se ha visto interrumpido. Aquí estamos en pleno mundo adulto, manchado. De ahí que lo sexual sea más explícito y que el detective se involucre con la mujer seductora, aunque lo haga supuestamente para desenmascararla y logre, como "intocable" que es, salir indemne del trance. Bienvenidos a esta nueva versión del monstruo femenino.
Una vez más, la viuda negra, con sus largos guantes de seda, su escote, su corsé, sus tobilleras (y demás arreos para manipular), transformada en máquina de matar.
Los problemas, se ve, varían; el efecto no. Hay más: ningún retrato del film noir sería completo sin alumbrar eso que tuerce subrepticiamente su afectividad tonal. Me refiero al lenguaje, ese gran protagonista que los extraordinarios autores del policial norteamericano aplicaron con saña a una materia viscosa. El lenguaje, me atrevería a decir, es la firma inconfundible del género, el sello, a la vez tenso e irónico, que se imprime sobre la imagen y la vuelve dichosamente inestable. No se trata de sostener que el wit (o "agudeza", como insuficientemente traduce el castellano), con sus desplantes lacónicos y ocurrencias brillantes, sea privativo de estas películas; se trata de percibir que, nunca antes, puso el cine tanto empeño en los duelos verbales, tanto apetito voraz en los flirteos lingüísticos, las insinuaciones, las propuestas deshonestas. (Quizá esto explique la fascinación que produjeron estos films entre los franceses.)
Dije estilo, sexualidad, lenguaje. Esta tríada requiere de una sede para explayarse y la encuentra, por supuesto, en la ciudad. No cualquier ciudad, sino la gran urbe norteamericana (Nueva York, San Francisco, Chicago, Los Ángeles) enarbolada como una suerte de antípoda extrema de lo rural, como si se tratara de imprimir una distopia sobre el mito de la Nueva Jerusalén que trajeron al continente los primeros cuáqueros y divulgaron luego las caravanas calvinistas durante la Conquista del Oeste. Así, el noir escribe sobre la pantalla palabras sucias que componen una serie (de la) B: booze (alcohol), blondes (rubias), blood (sangre), bullets (balas).
Hay que decirlo enseguida: la época de gloria del film noir coincide con la Segunda Guerra Mundial (The Maltese Falcon, de John Huston, es de 1941) y culmina a finales de los años 50, cuando el noir parece haber agotado, por exceso y exacerbación, su arsenal de imágenes. No por nada Touch of Evil (1958), de Orson Welles, es a menudo considerada como la última película del género: lo que se ve allí no es más que el grado cero de una estética, su más acabada pesadilla: un mundo donde el tráfico de drogas, el comercio sexual, y los comportamientos ilícitos endémicos se han adueñado de las oscuras calles de una ciudad fronteriza, sin más "protección" que un policía obeso, alcohólico y racista, encarnado por el mismo Welles.
Son épocas difíciles, de desconcierto social y valores que se tambalean: los soldados regresan a un país cambiado, donde las mujeres tuvieron que salir a trabajar para mantener el hogar, y ya no responden, no al menos con entusiasmo, a la moralina insulsa estilo Doris Day.
También la vieja red urbana hace aguas y aún falta para que se afirme el modelo alternativo del suburbio ordenado, con sus horrendas casas todas iguales, sus cuatro perros, cuatro televisores y cuatro autos. Aún no existe, quiero decir, una versión tangible de lo que vendrá. Por ahora, todo huele a podrido: predominan las zonas intransitables donde el crimen es rey y la pobreza medra. La "jungla de asfalto" es uno de los nombres de esa calamidad. Basta circular por sus callejones turbios, sus empedrados mojados por la lluvia y detenerse, de vez en cuando, en lugares de paso (estaciones, casinos, cabarets, aguantaderos) para captar su clima inhumano, su escenografía de neón y desconsuelo. En eso se especializa la cámara del film noir: en invocar, por medio de largos flashbacks, los vericuetos de una historia escondida.
Por si algo faltaba, por esos mismos años el senador McCarthy desata en Washington la paranoia del peligro rojo, invocando la ética de la eficacia -la eficacia de la Lista Negra- para instaurar un régimen de persecución ideológica que interroga, censura y deja sin trabajo a muchos directores, guionistas, técnicos y actores de Hollywood, obligando a muchos de ellos a (volver a) exiliarse.
Dije persecución ideológica; tendría que agregar que tal persecución es también, sin mucho disimulo, una cruzada de la moral protestante.
Y sin embargo, a pesar de los controles del tristemente célebre Production Code, Hollywood no se amilana. No del todo. Nunca antes ni después se dio allí semejante constelación de artistas participando de un mismo proyecto estético. La lista es impresionante y abarca técnicos, sonidistas, músicos, productores, fotógrafos, y directores que, como dije, muchas veces provenían de Europa del Este. [...]
Con esta artillería, el filme noir organiza su resistencia, sin duda un poco extraña.
Como si dijéramos: bajo la figura de los galanes recios y las rubias glaciales -no inmunes al goteo erótico y "asesino" de la sensualidad- una versión diferente de los hechos tiene lugar: más temprano que tarde, ese ácido corrosivo termina con la pulcritud y las buenas costumbres que reclaman siempre las fuerzas del orden, y permite desarticular, aunque más no sea en forma provisoria, los intentos de normalización y control..

20/3/15

Las veinte bibliotecas más bellas del cine

Las maravillosas bibliotecas de las ficciones


La biblioteca de The Fantastic Flying Books of Mr. Morris Lessmore.




La biblioteca en el paraíso en Más allá de los sueños.


La biblioteca de la hermosa casa de Alta Sociedad.

El tejado de la biblioteca en El color de la granada.

La biblioteca de la Bestia, de La Bella y la Bestia.

La Biblioteca del Congreso como apareció en Todos los hombres del presidente.


La biblioteca de Hogwarts, de la serie Harry Potter – filmada en la biblioteca del duque Humfrey en Bodleian Library


La Biblioteca, una biblioteca de tamaño de un planeta del universo de Doctor Who.

Otra biblioteca Doctor Who.


La famosa Biblioteca de Alejandría, recreada en Cosmos de Carl Sagan.

La Sunnydale High library, from Buffy la cazavampiros.


 El scriptorium y la biblioteca-laberinto en El nombre de la rosa.


Preciosa biblioteca de dos niveles  en My Fair Lady. Con escalera de caracol.

La Biblioteca de Alejandría  en Ágora.

La biblioteca era preciosa en Vivir de ilusión.


Biblioteca de William Parrish en ¿Conoces a  Joe Black?




Otra biblioteca escolar increíblemente atractiva en El club de los cinco.


La biblioteca moderna y brillante invadida por los ángeles en El cielo sobre Berlín.

La magnífica Biblioteca Pública de Nueva York ha hecho apariciones en muchas películas y programas de televisión – esta representación, de El Día después de mañana  puede ser una de las más terribles, pero es también una de los más distintas./elplacerdelalectura.com

14/3/15

Felipe Aljure se asoma a la realidad nacional por una ventanita

Con Tres escapularios, el cineasta se despidió de los grandes presupuestos
Felipe Aljure (der.) dirigió  La gente de la Universal  y  El colombian dream. Ahora presenta una cinta sobre los personajes anónimos de la guerra: Tres escapularios./eltiempo.com

Como si hubiera hecho una especie de fundido a negro, Felipe Aljure cambia de escena, a una más profunda, luego de su anterior película, la excéntrica 'El colombian dream', que estrenó hace ya diez años.
Ha sido una década de crecimiento profesional, pero sobre todo de evolución interior, a sus 57 años, lo que se refleja en 'Tres escapularios', el filme que trae al Festival de Cine de Cartagena.
Con ella, les dice adiós a los grandes presupuestos, a las producciones plagadas de camiones, al trancón de luces y de cables. Su nueva cinta fue hecha en apenas 54 días, incluyendo viajes, de los cuales 42 fueron de rodaje.
“La hicimos desde la óptica de una película muy pequeña, no pretende ser una de gran formato –dice Aljure, acariciándose la barba, cada vez más blanca–. Es una película de doce amigos que tuvieron la idea de hacer un largometraje, cogimos cuatro carros, y nos fuimos a hacer una película con una cámara de fotos. Literalmente”.
A diferencia de su ópera prima, La gente de la Universal (1991), con la que quedó debiendo un millón de dólares; o de El colombian dream, por la que duró años pagando deudas por más de 1.500 millones de pesos, esta vez dio a luz un largometraje con los 700 millones de pesos que se ganó en una convocatoria del Fondo de Desarrollo Cinematográfico. Algo que dice mucho de su trabajo. Y del momento actual del cine colombiano.
Aljure reivindica las nuevas posibilidades del séptimo arte, quizás más lejos de las estrellas, pero más cerca al barro del que estamos hechos, más profundo, más íntimo, más personal: “Sentimos que el cine tiene una deuda histórica importante, por la mordaza financiera y la mordaza tecnológica que ha tenido. El cine estaba distanciado por ese peso tecnológico y económico. Ahora, al remover esas mordazas, con la plata de un premio y una tecnología liviana, el cine puede comentar lo que debe comentar”.
Y lo que comenta Tres escapularios es una reflexión sobre el acto de matar, sobre ese cierto ‘sicariato ideológico’, por el cual un ser humano cree tener permiso para dispararle a alguien porque lo considera políticamente justificado. Algo que la película ironiza con una frase que está en el corto promocional: ‘Matar es malo, pero si lo haces por una noble causa, engrandece’.
Un sicario y una guerrillera se encuentran y unen sus destinos en Tres escapularios. Archivo particular

El cineasta sintió que debía huir de la “narración tóxica” de El colombian dream, de su estilo barroco, recargado, y concibió un guion sencillo, inspirado en La Divina Comedia, de Dante, en el que la gente se mueve en círculos, llegando hasta lo más lejano, en este caso Tierrabomba, desde donde se ven los edificios de Cartagena en lontananza, con los pies metidos en una playa sucia y con vecinos desplazados por la opulencia.
Así, planteó una estructura que él mismo define como “dos militantes, uno urbano y una guerrillera, que se encuentran y cada uno trae su pena, y se van adentrando en un viaje en el que el destino los señaló para que fueran en pareja, y eso los lleva a enfrentar un momento de desobediencia, surgido de la ética”.
Aljure escribió el guion en el 2010 y coincidió con un momento de desencanto. Comenzó en La Cocha (Nariño), a donde lo invitaron a un festival de cine, y esa sensación de lejanía se le juntó con cierta desazón. Allí nacieron la distancia y la belleza fotográfica del filme. Según él, no es un guion pesimista, pero sí proviene de un momento de comprensión.
La cámara se solaza en mostrar la belleza del trayecto de los protagonistas, bordeando el mar Caribe, como siguiendo una línea del diálogo, que dice “qué pereza venir a matar gente en un lugar tan bonito. Yo quisiera ser normal...”.
Reflexiona Aljure: “Es que este país es bonito donde usted lo vea. Váyase usted de La Guajira al Chocó, todo el Pacífico, el Amazonas, el Eje Cafetero... Todo es bonito. Lo que pasa es que hay inequidad, y hay pobreza, y eso lleva a ciertos formatos de asentamiento urbano. Aquí llegaron unos españoles, en concordancia con su época, y desplazaron a los indígenas de los valles, y los mandaron al piedemonte. Y luego llegó el café y los desplazaron de ahí y los mandaron a la selva. Y luego llegó el perico y los desplazaron de la selva, y están en los semáforos.
Tributo a los anónimos
Los personajes de Tres escapularios están siempre en la periferia, no controlan sus vidas, reciben órdenes. El actor principal, Mauricio Flórez, no solo lo hace metido en su papel, sino que además parece poseído por el alma del propio Aljure. En cámara, su voz es la del director, cuando habla de la relación cósmica entre las personas y ciertos sucesos.
Y es que para el cineasta era importante mostrar a esos personajes secundarios que, de golpe, cobran protagonismo: “En este país, nos acostumbramos a que en los grandes titulares oímos los nombres de los generales, de los comandantes paramilitares, de los jefes guerrilleros, pero en realidad la guerra y la sangre la ponen los anónimos, y son solo estadísticas. Eso se ha dicho mucho, pero no se ha filmado. Había que meter la cámara en ese mundo anónimo y era muy importante que los actores fueran completamente desconocidos”.
Esto sucede también con la actriz principal, Isabel Jiménez, cuyo personaje se muestra rudo, casi sicópata, hasta que en un monólogo, el mismo que le deparó el papel en la audición, explota en confesiones personales que cambian por completo su imagen. “Ella tiene la capacidad de romper el personaje y modificarnos la mirada inicial de su crueldad impensable. Ahí empezamos a entender que ella es un piñón más en una maquinaria de violencia que se ha construido por siglos. Por eso, la película tiene esos coqueteos históricos y comienza con la canción El indio sinuano, que habla del despojo de los españoles”, dice Aljure.
El director confesó alguna vez que hubiera querido ser músico y, no en vano, la banda sonora es cuidadosa. Durante largas noches en internet, buscó una canción que sirviera de cierre, sin conseguirlo. Hasta que la web le devolvió un vallenato de Romualdo Brito, que es el quejido por un soldado caído en combate. “Y esa viejita que tanto a su Dios rogaba, pa’ que a su hijo nunca le pasara nada, pero su Dios falló y no la quiso escuchar...”, dice en sus notas amargas Alma en pena, un tema que parece compuesto para la película y cuyo encuentro Aljure califica de “aterrador”.
“Sangre inocente riega la tierra y ahora mi pueblo quiere olvidar”, reza el coro lastimero. Lo insólito es que cuando la producción quiso comprar los derechos, se encontró con otro escollo macondiano: “Discos Fuentes, dueño de la canción, no tenía el acetato: no existe. El álbum no se vendió, fue una pieza ignorada, pero a nosotros nos parece maravillosa”, dice el cineasta.
Igualmente armonioso es un instrumento musical insospechado: el protagonista, un sicario inexperto, en sus ratos de soledad saca una caja con láminas metálicas llamada calimba o piano de pulgares. Fue el resultado de un viaje que Aljure y su compañera, María Clara Aristizábal (su productora en el cine y en la vida real), emprendieron a África, donde encontraron el aparatico. Su sonido melancólico impregna la atmósfera y libera al guion de otro instrumento más aparatoso: nadie creería en un sicario en moto con una pistola y un acordeón al hombro, como alcanzó a pensarse.
La textura musical hace juego con la imagen, pues al carácter anónimo de los personajes contribuyen los enfoques, con planos muy cortos, cerrados, y con frecuencia borrosos, con rostros fuera de foco. Un trabajo que el fotógrafo Carlos Sánchez conoce de memoria, luego de trabajar por años con Aljure.
En últimas, Tres escapularios es fruto de un largo diálogo entre un grupo de amigos, que incluyó a Guillermo Calle, quien murió antes de ver concluida la película. Si bien la inspira un rechazo a la guerra, no está hecha ‘para el proceso de paz’, se gestó mucho antes. Pero sí pretende una reflexión, que el director no oculta: “El objetivo es que la gente llegue con una imagen del combatiente anónimo a la sala de cine, con esa imagen negativa, dura, y al salir diga: ‘En últimas, son colombianos, seres humanos, a los que nosotros, desde la omisión, los hemos condenado a esa vida’ ”.
Secuencias del Festival de Cine
Cineastas de exportación
Una de las sorpresas del Festival de Cine de Cartagena ha sido la presencia del colombiano Iván Benjumea, egresado de la Universidad Nacional, quien lleva 13 años trabajando en España y ha participado en más de una decena de cintas ibéricas, incluida la posproducción de ‘La isla mínima’, que acaba de ganar diez premios Goya, los Óscar del cine español.
Muestra y documental
Una exposición de fotos del célebre Sady González, instalada en la Agencia de Cooperación Española, acompaña la presentación del documental ‘Una luz en la memoria’, sobre su trabajo, considerado pionero en la reportería gráfica de mediados del siglo pasado. Imágenes del ‘Bogotazo’ y de la vida en los 50 impactan al público asistente.


Apoyo al cine
Ayer fueron presentados en Cartagena los nuevos estímulos para el cine colombiano, del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico, que ascienden este año a 14.640 millones de pesos, en categorías como ficción, documental, animación, formación, y un estímulo integral a la producción y promoción.
Julio César Guzman

4/3/15

Dago: una al año sí hace daño

Dago García es el ídolo con pies de barro del cine colombiano. Uno al año no hace daño recoge millones y millones de pesos, como ninguna otra película colombiana lo había hecho antes. Atrás quedaron los taxistas millonarios y las estrategias de caracol. A esta cosa no hay quién le ponga la chancla en taquilla
 
Katherine Porto, actriz de Una vez al año no hace daño, comedia  colombiana./revistaarcadia.com

En una fantástica entrevista realizada por Sofía Gómez en el periódico El Tiempo, Dago se muestra magnánimo y dice: “El cine que yo hago es el que me gusta hacer (…) Nunca (voy) pensando si va a trascender o si estoy atendiendo alguna responsabilidad”. Leo la entrevista tres veces y no me la creo, pero entre líneas descubro que Dago expresa máximas de una filosofía cinematográfica que me inquieta profundamente, la filosofía del pies barrismo: donde quiera que pisa la embarra, y el lodazal de sus embarradas es la alfombra que define los pasos de una carrera que es no solo embarazosa sino más bien “embarrazosa”. No obstante, decido, en un acto de valor supremo, ir a ver el bodrio, a sabiendas. Y por supuesto, salgo destrozado, en parte porque el público ha reído y celebrado la embarrada.

Dice Dago, textualmente, que “la película logra combinar una estética muy cuidada de lo popular”, y eso me suena como a presentación de Andrés Carne de Res. ¿Qué es una estética de lo popular ahí sino un argumento de clase para ridiculizar la pobreza? Dago, ha construido un inmenso sistema de lugares comunes que miran con desprecio lo popular. Los pobres, cierto, se emborrachan, como todo el universo. De eso va la película. Pero cuando lo hacen, si nos atenemos a esta comedia picante, son patéticos. A los pobres, pareciera decir esta historia, les basta cualquier chirrinche para abrir la caja de pandora del estereotipo social, y ese estereotipo está pintado con los colores del prejuicio de clase media, con ese folclorcito de pacotilla que les hace imaginar que los pobres bailan el mambo-rock en mitad de calle, mitad payasos y mitad delincuentes, menos humanos que los simios del planeta de los simios, mezquinos y previsibles, pero en últimas inofensivos: gente de mal gusto, infiel y resentida con el jefe, pero chistosos, eso sí. ¿O qué más podría ser un pobre en una película de Dago, aparte de desagradable, previsible y chistoso?
Cada uno de los “personajes” en esta película está diseñado (si es que la palabra “diseño” pudiera ser empleada con tanta impunidad) de modo que sea nada más que un equívoco, una exageración, cuya calidad principal y más exagerada es la de ser, bajo diferentes apariencias, completamente mediocre. Y nada mejor para hacerlo que el espacio del festejo popular, pues así resulta fácil suplantar nociones como las de comunión y comunidad bajo la excusa de una ebriedad que permite al público reír sin malestar ante una masa indiscernible de pulsiones y deslices. Nada más chistoso y pintoresco que una fiesta de 15, que un bautizo o un matrimonio, siempre y cuando haya pobres en medio, claro.
Dice Dago que sus películas no son autobiográficas, pero sí parten de sus recuerdos. Habría que ver qué clase de recuerdos son esos, pues a simple vista parecen servir únicamente para alimentar el revanchismo social. Yo invitaría a que antropólogos y sociólogos vayan a ver la película y vean cómo los públicos que se ríen de lo que efectivamente es gracioso salen advertidos de cómo se ven en el gran espejo de la pantalla.
En la perspectiva de Dago, la crítica hace cortocircuito con sus películas porque las evalúa desde una pretensión artística, pero aun esta afirmación es exagerada, ya que no hay ni una pizca de inteligencia cinematográfica o estética que pueda servir de asidero momentáneo a un crítico deseoso de hablar del valor visual o narrativo de esta “obra”. Por supuesto, no es Focine, pero eso es algo que se da por descontado hoy, cuando es fácil recuperar la platica de una producción plana a punta de publicidad parásita y, bueno, de boletas vendidas para ver a Katherine Porto “actuar”.
Para terminar, quisiera decir que mi turbación arrancó desde el comienzo de la proyección, cuando el escudo del Ministerio de Cultura apareció muy orondo. Sé que no hubo dinero directo, pero me gustaría abrir el debate al respecto: ‘Cine y populismo’ se llamaría el foro. Podemos invitar incluso a los Dagos, a ver cómo es que entienden este país, tan embarrado.