29/7/10

Las librerías se ponen al día

Los últimos estrenos cinematográficos o la muerte de grandes figuras como Delibes o Saramago alimentan la producción editorial.Nuevos lanzamientos y reediciones aprovechan el tirón de la actualidad

26/7/10

Agujero Noir

¿Enciclopedia biográfica? ¿Testimonio de una obsesión? ¿Ficción de fan? ¿Cuentos encapsulados? ¿Capítulos de una novela que atraviesa la historia del cine noir entre los '40 y los '80? Todo eso y algo más es Sospechosos, el libro del venerado crítico David Thomson incluido con justicia en la colección Roja y Negra de Mondadori

Bajo los anteojos oscuros, Barbara Stanwyck, una de las grandes damas fatales del cine clasico, junto a Fred Mcmurray en pacto de sangre, de Billy Wlder.Foto;fuente:pagina12.com.ar

A continuación, el prólogo con que Rodrigo Fresán presenta este volumen difícil de clasificar pero infinitamente fácil de disfrutar: un paseo por lo mejor del cine noir en busca de la resolución de un crimen.

Por Rodrigo Fresán

Todo el mundo es un soñador y todo el mundo es una estrella
Y todo el mundo está en las películas,
no importa quién eres.

Desearía que mi vida fuera un show de película de Hollywood sin fin
Un mundo de fantasía de villanos y héroes de celuloide
Porque los héroes de celuloide nunca sienten dolor
Y los héroes de celuloide nunca mueren de verdad.

Ray Davies
"Celluloid Heroes"


UNO

El crítico y ensayista cinematográfico David Thomson (Londres, 1941, actual colaborador en The New York Times o en Salon.com entre muchos otros medios) es, por lo menos, autor de tres libros imprescindibles.

El primero de los libros indispensables que firmó Thomson es The New Biographical Dictionary of Film, publicado por primera vez en 1975 y revisado y aumentado varias veces desde entonces.

Un clásico indiscutible.

El tomo de casi 1000 páginas que le hizo decir a J. G. Ballard que Thomson era "el más grande de los escritores sobre cine", a Guillermo Cabrera Infante que se trataba del "mejor trabajo jamás escrito en inglés sobre el cine", a Hanif Kureishi que era algo "maravillosamente personal", a John Updike que le parecía "inteligente y obstinado" y a Peter Bogdanovich, "un texto invalorable para estudiosos, fans y entusiastas serios. Los comentarios de Thomson son fuertes y duros pero siempre informados y nunca triviales y, haciendo excepción de lo que dice acerca de John Ford, de mí y de uno o dos directores más, se me hace muy difícil rebatir sus opiniones".

Y ahí está la clave del asunto: porque el diccionario armado por Thomson no es un diccionario al uso. Los diccionarios deben ser, se supone, objetivos, aspirar a una universalidad libre de posibles polémicas, y no teñir sus definiciones con cuestiones personales. El diccionario de Thomson, en cambio, es todo lo contrario. The New Biographical Dictionary of Film es lo que, en inglés, se conoce como opinionated 1. Así que en él –porque es suyo– Thomson no deja de opinar, desmenuzar, desmitificar y, a menudo, aniquilar a varios hasta entonces intocables monstruos sagrados. Actores, directores, guionistas, productores, compositores de soundtracks pasan por el filtro de Thomson y son aniquilados o reivindicados en entradas de variable longitud que se leen como perfectas miniaturas, como esclarecedores cortometrajes, como capítulos sueltos de un gran script.

El segundo de los libros indispensables de Thomson es Have You Seen...?, fue publicado en 2008, lleva como subtítulo A Personal Introduction to 1000 Films (y más abajo se advierte que "incluye obras maestras, rarezas, placeres culposos y clásicos con apenas unos pocos desastres"), podría llamarse Thomson ataca de nuevo y funciona a la perfección como companion, como gemelo distinto pero complementario, de The New Biographical Dictionary of Film. Greil Marcus dijo de él que "hay un escepticismo en Have You Seen...? que produce en el lector una gran confianza, la sensación de ver a un escritor contemplando todas las películas al mismo tiempo, lo que permite a Thomson referirse a un simple gesto o emitir un juicio acerca de todo un país. No es sólo un nuevo tipo de libro de cine; es una nueva forma de conversación". Y en él –a film por página– Thomson (en riguroso orden alfabético, desde Abbott and Costello Meet Frankenstein hasta Zabriskie Point 2) recorre, rescata, destruye y canoniza su cinemateca privada. Al igual que su Dictionary, se lo puede consultar haciendo uso del índice pero todavía mejor es leerlo como la autobiografía compartida de una vida sentada y en la oscuridad donde este hombre se da el lujo de despreciar a 2001: A Space Odyssey ("Creo ahora, como creí entonces, que no es más que una suntuosa farsa y una elaborada defensa del vacío y del desgano por usar la auténtica imaginación") o a Butch Cassidy and the Sundance Kid ("la película que les dio a Newman y a Redford el apoyo suficente para dejar de pensar y comenzar a posar") y de ascender a la categoría de clásico a The Moderns de Alan Rudolph 3.

El primero de los libros lleva en la portada un fotograma de To Have and Have Not; el segundo, uno de The Godfather.

Uno y otro son dos espectáculos –el deseo realizado de ese "show de película de Hollywood sin fin" al que le cantan The Kinks– que no se acaban nunca y que está bien que así sea.

Uno y otro empiezan justo en el momento en que uno entra en ellos.

Siempre.

DOS

El tercer libro imprescindible de David Thomson no sé muy bien lo que es, pero sí sé, con absoluta seguridad, que es una obra maestra y que se titula Sospechosos.

Rubia y noir: Gloria grahame rendida a los pies de glenn Ford en la oscurisima los sobornados (the big heat), de fritz lang.

TRES

Y cuando digo que no sé muy bien lo que es Sospechosos, en realidad quiero decir que Sospechosos es muchas cosas y todas y cada uno de ellas son cosas formidables.

A saber:

a) Sospechosos es una suerte de enciclopedia sobre el cine noir a la vez que un sentido huracán fanfiction y amoroso valentine al género al que homenajea pero también –como en los mejores homenajes– reinventa desmontándolo para volverlo a montar.

b) Sospechosos es un director's cut.

c) Sospechosos es un writer's cut.

d) Sospechosos es un writer's cut y un director's cut que acaba transformándose en, sí, un critic's cut.

e) Sospechosos es un artefacto metaficcional y posmodernista con guiños cómplices tanto a Vidas paralelas de Plutarco, Vidas imaginarias de Marcel Schwob y a Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges, como a los procedimientos de collage mashup en las obras de John Barth, Robert Coover, Stanley Elkin, Thomas Pynchon & Co. Con todo esto quiero decir que Sospechosos está muy bien escrito.

f) Sospechosos es algo así como una versión del IChing que se puede leer y disfrutar abriéndolo por cualquier página. Y entonces, sí, ser inspirados y esclarecidos.

g) Sospechosos es una versión ácida y lisérgica del juego Trivia Pursuit.

h) Sospechosos es –según el escritor Leonard Michaels– algo "comparable en brillantez a lo que hicieron mitólogos modernos como Borges, Calvino y García Márquez, donde el conocimiento profundo y la pura fabulación se nos ofrecen como un juego exuberante e infinito".

i) Sospechosos es una máquina de hacer y de deshacer memoria.

j) Sospechosos –según el escritor y también cinéfilo Philip Lopate– es "una fértil meditación sobre las trayectorias de los personajes".

k) Sospechosos es el sueño húmedo y en llamas de un cinéfilo 4.

l) Sospechosos es el paraíso de los maníacos referenciales del celuloide o el infernal plano para el parque temático privado que Howard Hughes o William Randolph Hearst o, mejor, Charles Foster Kane jamás llegaron a construirse para, después, encerrarse allí adentro y arrojar la llave por la ventana más alta de sus salas privadas de cine.

m) Sospechosos es una larguísima canción/álbum de Bob Dylan a estrenar en el mismo cine donde nunca ha bajado de cartel su "Brownsville Girl" (y a no olvidar nunca que Dylan es un fan confeso del cine criminal de la edad de oro y hasta propietario de un cine en su ciudad natal).

robert mitchum y jane greer a punta de pistola en traidora y mortal (Out of the past), la pelicula de jacques tourneur considerada como paradigma del cine negro norteamericano.

n) Sospechosos –según la escritora Diane Johnson– es "un maravilloso y perspicaz análisis del carácter norteamericano y su cultura" y descubro que el programa automático/ordenador/alfabético de mi Mac no admite la existencia de la letra ñ.

o) Sospechosos es la respuesta perfecta a la pregunta ¿Qué película te llevarías a una isla desierta?

p) Sospechosos es la respuesta perfecta a la pregunta ¿Qué libro te gustaría que se llevara al cine? (Sospecho que la tecnología para hacerlo ya existe, pero no creo que exista bufete de abogados capaz de desenredar la madeja legal a la hora de redactar y firmar contratos 5. Una vez solucionadas estas cuestiones, por favor, dirigida por Quentin Tarantino con adaptación de James Ellroy & Denis Johnson.

q) Sospechosos es una gran guía de dvd a revisar o a ver por primera vez.

r) Sospechosos –según el director de cine Philip Kaufman– es algo que "en principio parece inocente y muy entretenido. Pero, como solía afirmar Nelson Algren, cualquier tipo debe ser inocente de algo. Y para cuando comprendes de lo que es inocente David Thomson ya es demasiado tarde".

s) Sospechosos es un despacho/mensaje en una botella (o en una lata de película) enviado desde un dimensión alternativa a la que se fueron a vivir Vladimir Nabokov y Philip K. Dick y Stanley Kubrick y Roberto Bolaño y Guillermo Cabrera Infante. Sospechosos es uno de los libros más graciosos y divertidos jamás escritos.

t) Sospechosos es un riquísimo banco de datos del que podrían salir muchísimas películas tanto más inteligentes que aquellas con las que nos castiga Hollywood por estos días.

u) Sospechosos es un catálogo de prequels y de sequels.

v) Sospechosos es un libro de relatos.

w) Sospechosos es una novela.

x) Sospechosos (lo comprendemos recién al llegar a las últimas páginas, a las escenas finales, cuando se nos revela el primer plano de un narrador que, como la enloquecida Norman Desmond al final de Sunset Boulevard, finalmente parece decirnos "Muy bien, Mr. DeMille, estoy lista para mi primer plano") es una de las historias más tristes y desoladoras jamás narradas y filmadas...

...y volver a empezar porque no nos alcanzan las letras. Así que, mejor, conformarnos con lo del principio con la convicción de no poder definirlo del todo pero con la certeza de que

z) Sospechosos es una obra maestra 6.

Y vayamos entrando, que la función va a comenzar.

CUATRO

Pero todavía quedan unos minutos, así que aprovechemos para hablar un poco más antes de que haya que guardar silencio mientras se ve y se lee.

Supongamos que en la butaca de al lado está sentado David Thomson y que nosotros le preguntamos cómo fue que se le ocurrió la idea para Sospechosos. Entonces –como lo hizo en una entrevista– Thomson nos respondería: "Alguien me pidió que hiciera un diccionario de personajes de películas. Lo que me pareció una tarea imposible de asumir y abarcar. También pensé que muchos géneros no se relacionan bien entre sí. Así que decidí limitarme al noir. Hice una lista y me puse a pensar en ellos y se me ocurrió que muchos podrían haberse conocido más allá de lo que habíamos visto en sus respectivas películas. En otras palabras, una gran red –una novela– comenzó a atraparlos y a contenerlos y a relacionarlos unos con otros7. Esto fue sucediendo de a poco y llevó un largo tiempo. Pero me interesaba combinar ambas especies: la enciclopedia y la novela. Y yo tenía esta imagen de una biblioteca donde cada uno de los personajes se iba poniendo de pie y resumía su existencia para el lector. Pienso que una de las facetas más interesantes de Sospechosos es la manera en la que el mismo formato de una enciclopedia se presta a la intertextualidad. Pensé entonces que la estética del noir se apreciaba mejor como una suma de todas sus partes y que, además, representaba una apreciación nueva de la historia moderna porque todo podía llegar a ser noir: una cierta forma de ficción, sí, pero también la cuna de la paranoia absoluta y de la sospecha constante que definen a nuestro tiempo. El noir era una opción de leerlo y de comprenderlo todo 8. Y el título de mi libro era un sujeto a la vez que un adjetivo: de un modo u otro, todos somos sospechosos de algo o para alguien, y es más que probable que hayamos cometido algún 'crimen' que preferimos no recordar... Así que me puse a ver todas esas películas para descubrir pequeños detalles aparentemente casuales o poco importantes y a llenar los vacíos de las tramas sin que eso significara traicionar las esencias de los personajes".

CINCO

Así, contrariamente a lo que pueda pensarse en principio, Sospechosos es mucho más que la versión serie negra de la portada de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band. De acuerdo, se explora el género desde 1940 a 1980, están todos los que tienen que estar 9; pero lo que aquí acaba imponiéndose más allá del ingenio de la ecuación es el genio del resultado. El logro indiscutible de Sospechosos es que –luego de tanto entretenimiento y alcanzado el monólogo/confesión del último sospechoso– nos regala una rara emoción: la exaltación de quien ama a las películas pero, también, el inesperado sentimiento de haber sido irradiados y abducidos por el agujero negro y noir de tantas horas en la oscuridad y de, por fin, luminosos e iluminados, sentirnos parte de ella.

En Sospechosos, David Thomson reúne muchísimos más "usual suspects" que el capitán Louis Renault en Casablanca, pero lo verdaderamente admirable e inesperado es que, de algún modo, entre todos ellos, también, como en alguna de esas ficciones en las que la pantalla absorbe a los espectadores –como extras, como cameos, como sorpresivos y sorprendidos figurantes en una película merecedora de todos los Oscar de aquí a la eternidad– también estamos todos nosotros.

la tantas veces diabolica gene tierney hipnotizando desde el cuadro al detective mcpherson (dana andrews) en laura, de otto preminger

SEIS

Y, claro, inevitable, alguna vez le preguntaron a David Thomson sobre una posible segunda parte o actualización de Sospechosos. A quiénes pondría y todo eso.

Thomson respondió: "De hacerlo –aunque no creo que lo haga– invitaría a las películas y a los directores que más me hacen pensar acerca de las vidas de sus personajes más allá de lo que enseñan en un par de horas. David Lynch o Paul Thomas Anderson, por ejemplo. El modo en que sus criaturas llevan existencias aparentemente normales que no son más que las fachadas de vidas secretas. Magnolia me parece un riquísimo yacimiento en este sentido y los personajes de Anderson siempre sufren pasados misteriosos de los que intentan huir a toda costa. De ahí que el noir sea algo tan eternamente moderno, porque de lo que habla una y otra vez, finalmente, es de la fantasía universal de querer ser otro, de volver a empezar, de desaparecer aquí y aparecer en otra parte".

Y, a continuación, Thomson agregó: "Cuando acepté hacer Have You Seen...? lo cierto es que no me gustaba la idea de encarar algo que se parecería tanto a un sumario de mi carrera, a un resumen de lo visto y pensado y escrito. Así que lo fui postergando, porque me incomodaba la sensación de estar acercándome a ese punto. Pero me regocijó descubrir, cuando me puse a ello, lo mucho que me divertía escribirlo y lo bien que me la estaba pasando. Se sabe que nadie quiere escribir su último libro. Pero se llega a una edad –yo no la he alcanzado pero ya puedo verla más o menos cerca– cuando comienzas a preguntarte si el que estás escribiendo será tu libro de despedida. Lo cierto es que estoy cada vez más convencido de que los libros que me quedan no serán sobre cine, porque he tenido la oportunidad de decir casi todo lo que me interesaba decir sobre el tema. Sería tonto afirmar que me queda algo importante por revelar luego de haber producido dos volúmenes de más de medio millón de palabras cada uno. Así que me parece que me voy aproximando al The End en lo que al tema se refiere".

Por suerte para nosotros, antes de llegar a ese lugar final y a este principio de convencimiento, Thomson escribió y dirigió Sospechosos.

Ahora, otra vez –en blanco y negro y en rojo y noir y en colores– la luz se apaga para que las luces se enciendan.

Música.

Títulos.

Sombras.

Aquí –el cuello alzado de la gabardina y el vestido ajustado, la cabellera fatal y el rostro velado, las sonrisas torcidas y las cejas enarcadas, los nobles deseos y las malas acciones, los cuerpos ardientes y los cerebros fríos, las frases inolvidables y las escenas perfectas, los corazones destrozados y las traiciones indestructibles, los puñales por la espalda y los revólveres a quemarropa, los cigarrillos siempre encendidos y la lluvia que los apaga, los primeros planos cerrados y los encuadres abiertos– vienen y vuelven ellos y ellas.

Todos juntos ahora.


1 Actitud que, por supuesto, le ganó a Thomson numerosos lectores indignados, enemigos eternos y rivales en el oficio que cuestionan y desprecian todos y cada uno de sus veinte libros hasta la fecha. Está claro que no es mi caso (hasta le perdono a Thomson lo que afirma de 2001 un poco más abajo) y me permito recomendar, entre los que leí, su exhaustiva biografía de David O. Selznick (Showman), su aproximación muy personal al mundo de Orson Welles (Rosebud), su poco ortodoxo pero muy interesante intento de contarlo todo (The Whole Equation: The History of Hollywood), su exploración geográfica de un territorio de mapa cambiante (In Nevada: The Land, The People, God, and Chance), su periplo extraterrestre para atrapar a un monstruo (The Alien Quartet) y su obsesión casi patológica con la ex Mrs. Cruise (Nicole Kidman). No he leído aún su reciente memoir juvenil (Try To Tell The Story) o su reciente libro sobre la Psycho de Alfred Hitchcock, pero, seguro, ya entraré a algún cine donde las pasen, y me sentaré a leerlos.

2 Advertencia: por razones de universalidad y respeto, referiré los títulos originales de películas mencionadas a lo largo de este prólogo.

3 Y, por si a alguien le interesa, en el año 2002, la revista especializada inglesa Sight and Sound le solicitó a Thomson la lista de sus 10 películas favoritas de todas las nacionalidades y todos los tiempos y aquí están en orden de preferencia: Blue Velvet de David Lynch (1986), Céline and Julie vont en bateau de Jacques Rivette (Céline y Julie en barco, 1974), Citizen Kane de Orson Welles (1941), Il Conformista de Bernardo Bertolucci (1970), His Girl Friday de Howard Hawks (Ayuno de amor, 1940), Un condamné à mort s'est échappé de Robert Bresson (Un condenado a muerte se escapa, 1956), Pierrot Le Fou de Jean-Luc Godard (Pierrot el loco, 1965), La règle du jeu de Jean Renoir (La regla del juego, 1939), Ese oscuro objeto del deseo de Luis Buñuel (1977) y Ugetsu Monogatari de Kenji Mizoguchi (1953).

4 Y me da mucha felicidad imaginarme las alegrías que este libro deparará a un elenco que incluye nombres como los de Juan Marsé, José Pablo Feinmann, Paco Camarasa, Julio Crespo, Javier Marías, Juan Ignacio Boido, Alberto Fuguet, Alan Pauls, Jordi Costa, Diego Curubeto, Maruja Torres, Guillermo Saccomanno, Enrique Vila Matas, Marcelo Figueras, Carlos Boyero y Guillermo Piro, por citar tan solo apenas un puñado entre sus muchos posibles espectadores ideales. (Nota: Sospechosos es uno de esos libros para regalar a los amigos para así poder hablar sobre Sospechosos con ellos.)

5 Lo más parecido a Suspects que se ha intentado en la gran pantalla es, supongo, la encomiable comedia Dead Men Don't Wear Plaid (Cliente muerto no paga, 1982) de Carl Reiner y coescrita y protagonizada por Steve Martin con la ayuda de gente como Humphrey Bogart, Bette Davis, James Cagney y siguen las firmas sobre el cemento por siempre fresco de Hollywood Boulevard.

6 Y escribo esto y recuerdo y voy hasta mi biblioteca y ahí está otro libro de David Thomson en el que –en 1990, cinco años después de Sospechosos– repitió metodología pero cambió de género y paisaje. En Silver Light, Thomson hace por el western lo que aquí hizo con el noir; por lo que me veo felizmente obligado a corregir lo del principio:

"UNO El crítico y ensayista cinematográfico David Thomson (Londres, 1941; actual colaborador en The New York Times o en Salon.com entre muchos otros medios) es, por lo menos, autor de cuatro libros imprescindibles".

7 Un mínimo ejemplo del Método Thomson: en Sospechosos se nos informa de que Julian Kay (Richard Gere en American Gigolo, de 1980) es hijo de Joe Gillis y Norma Desmond (William Holden y Gloria Swanson en Sunset Boulevard, de 1950) quien supo ser, durante los años '20, amante de Noah Cross (John Huston en Chinatown, 1974). Y todo encaja –Thomson consigue que encaje– para que así sea. Una y otra y otra vez.

8 De ahí que Thomson –con inteligencia– considere a El gran Gatsby, al James Dean de Rebel Without a Cause, a Lolita y al Jack Nicholson de The Shining como inequívocos especímenes noir.

9 Consultar la filmografía/bibliografía al final del libro si no se puede aguantar la ansiedad, pero lo mejor es ir encontrando a los personajes/actores de a poco, sorprendiéndose con cada capítulo hasta alcanzar la revelación final.

6/7/10

Cómo el cine nos cambió la vida

El modo en que las películas clásicas influyeron en las costumbres y tendencias, los ritos y valores de las personas a lo largo del siglo XX

Iconos del cine del siglo XX.foto.fuente:adnCultura

Después del fusilamiento de la madre, el cochecito con el bebe baja sin control, escalón por escalón, cada vez más rápido, por la escalinata de Odessa, en la línea de tiro de los soldados del zar que disparan desde lo alto contra la multitud. Esa escena pertenece a El acorazado Potemkim , de Eisenstein, la primera película que vi no como un espectador inocente, sino como un chico (¿tendría 14 años?) que se interesaba por la historia del cine y que trataba de averiguar lo que había sucedido antes de que él hubiera nacido. Antes había asistido a centenares de proyecciones en los cines de barrio, donde se ofrecían tres films en una sola tarde. En esas salas jamás se pasaba cine mudo: el sonoro lo había desterrado a los cineclubes. A la manera del turista novato que llega a París y avanza por las galerías del Louvre hasta enfrentarse a la Venus de Milo o a La Gioconda , comencé a explorar el pasado desde aquellas escaleras de Odessa. Chaplin me sedujo en La quimera del oro (1925), Tiempos modernos (1936) y sobre todo en Monsieur Verdoux (1947) porque los asesinos seriales me atrajeron mucho antes de Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes .

Un título clásico como El ciudadano (1941), de Orson Welles, sólo podía verse en funciones especiales. Y se proyectaba con escasa frecuencia. No voy a hablar de las innovaciones de esa película, considerada por muchos la obra máxima de la cinematografía, porque eso le correspondería a un crítico y esta nota está hecha con el criterio arbitrario de un espectador común, alguien que pertenece a la misma raza del lector común de Virginia Woolf, es decir que se deja guiar por su gusto, por afinidades electivas y simples asociaciones. En cambio, voy a mencionar la acumulación infinita de objetos del final de la película, que sintetiza la vida y el poder del Charles Foster Kane, y la palabra "Rosebud", que designa el trineo de la niñez de Kane, perdido en esa colección de memorabilia , a pesar de ser la llave que permite comprender las ambiciones y el fracaso de un hombre monumental. Siempre me pareció injusto que muchos espectadores prefirieran Casablanca (1942), de Michael Curtiz, una buena película romántica, a El ciudadano , a pesar (debo reconocerlo) de que generaciones de hombres y mujeres hemos aprendido en Casablanca a despedirnos de nuestros amores de toda la vida, y también de los de unas vacaciones, en aeropuertos y estaciones de ferrocarril. El cine, entre tantas otras cosas, nos enseñó a besar.

Un ciclo de cine mudo expresionista en el Instituto Di Tella a mediados de la década de 1960 permitió que una generación de jóvenes de 15 a 30 años pudiera ver films inolvidables como Nosferatu (1922), de F. W. Murnau, y Metrópolis , de Fritz Lang (curiosamente, el único western que, de verdad, me gusta es El regreso de Jesse James , con Henry Fonda, dirigida en 1940 por Fritz Lang). Lo que veía en las salas de barrio, en las de estreno y en los ciclos especiales me fue moldeando -como a todos, presumo- y me enseñó a distinguir las caras de las rubias peligrosas de las que eran inocentes.

Inquietud social y estética

Casi siempre, una obra cinematográfica puede resumirse, o al menos quedar preservada por la memoria, en una escena o en una cara. Cuando vi las obras de Eisenstein - El acorazado... (1925), Octubre (1928), Alejandro Nevski (1935), Iván el Terrible (1943-45), La conspiración de los boyardos (1948-1958)-, me llamó la atención no sólo el manejo de los grandes grupos y los primeros planos, sino también el hecho de que el director ruso no pudiera evitar la utilización de ciertos elementos que terminaban por exaltar la riqueza estética del mundo contra el que combatía. Por ejemplo, en Octubre , reparé de inmediato en las enormes estatuas neoclásicas de San Petersburgo y la arquitectura de los palacios. A veces aparecen con fines sarcásticos; en otras ocasiones, surgen aisladas e imperturbables en su sueño de piedra. Es imposible no darse cuenta de que la cámara de Eisenstein registra con fascinación la noble grandeza de esas formas. El tamaño de las columnas, las escaleras, los muebles, resalta la pequeñez de los trabajadores que asaltan el Palacio de Invierno y confronta la eternidad con el tiempo.

Unos años después de que hubiera visto las retrospectivas de Eisenstein, se empezaron a estrenar en Buenos Aires las películas de Luchino Visconti. Curiosamente en Livia (1954), El Gatopardo (1963) y, sobre todo, en La caída de los dioses (1969), observé en el italiano lo mismo que me había llamado la atención en el ruso: ese contraste entre lo que el "argumento" y las declaraciones del director desarrollaban y la mirada admirativa del mundo aristocrático que la cámara delataba. La crítica que Visconti, como marxista, hacía de su propia clase social (la aristocracia y la alta burguesía) se traducía en imágenes que tenían más bien el valor de un canto elegíaco y una glorificación decadentista. En la vida real, Visconti jamás protestaba cuando un asistente le daba el trato de "señor conde". Más bien lo aceptaba con complacencia. Todo a su alrededor era lujo y voluptuosidad. Hasta los extras de sus películas eran seres de una hermosura que cortaba la respiración. La tensión que anima las obras de Visconti no hacía sino revelar en imágenes, de un modo lateral, involuntario como un exabrupto o un acto fallido, las mismas contradicciones ideológicas y estéticas de muchos de los artistas e intelectuales revolucionarios o comprometidos que produjeron sus obras después de la Segunda Guerra Mundial y que debieron atravesar las décadas de plomo de 1960 a 1980.

El suspenso

Sentir miedo y, en el fondo, saberse a salvo; matar y tener la coartada perfecta, porque desde la butaca uno es inocente, son placeres y pecados que permite la entrada de cine. De las películas de suspenso, debería citar la filmografía completa de Hitchcock: me conformo con La dama desaparece , 39 escalones , Mi secreto me condena y, sobre todo, Intriga internacional y La ventana indiscreta .

Hay un film francés que me inspiró mucha zozobra, Las diábólicas de Henri-Georges Clouzot, pero no sólo por la trama, sino porque en un momento temí que el misterio se resolviera del modo más pedestre: con una mujer fantasma o una resucitada. ¡Qué alivio cuando comprobé que no había espectros de por medio! Fue una de las pocas veces que estuve sometido, al mismo tiempo, al suspenso argumental y al estilístico. Siempre detesté las películas de fantasmas, de terror y de aparecidos, con la única excepción de La danza de los vampiros , la desopilante parodia de Polanski.

El cine policial, el de suspenso y el "negro" sumaban un atractivo a la intriga: la iluminación y los ambientes, ya fueran de casas pobres, de tugurios o de mansiones. Uno pasaba de una clase social a otra en dos o tres secuencias y descubría objetos que no abundaban en los departamentos porteños de clase media: las piezas valiosas que se robaban, por ejemplo.

Del arte a la decoración

Los grandes directores nos han enseñado desde muy temprano a apreciar las artes plásticas y no sólo en películas biográficas acerca de pintores y escultores (Miguel Ángel; Van Gogh; Caravaggio; Pollock), sino sobre todo en aquellos films que recrean una época o buscan mostrar las tendencias actuales. La kermesse heroica (1935), de Jacques Feyder, es una deliciosa comedia que transcurre en Flandes en el siglo XVII. Hay que verla por lo menos dos veces. Una, para seguir la acción y los diálogos. La otra para identificar los cuadros de los maestros de los Países Bajos en los que se inspiran las escenas de esa obra admirable. Allí están representados Rembrandt, Vermeer, Jan Steen. Tres décadas después, Mauro Bolognini en La Viaccia utilizó el blanco y negro puntillista del pintor Seurat para filmar, envueltas en la niebla, las calles de la Toscana en el siglo XIX, y recurrió a Toulouse-Lautrec para las escenas de prostíbulo (mucho más logradas que las de Vincente Minnelli en Moulin Rouge ).

El cine ha sido un activo difusor del consumo y del triunfo de los estilos en la decoración de interiores. Millones de hogares en todo el mundo se adornaron de acuerdo con lo que los espectadores habían notado en la pantalla. Un ejemplo es Laura (1944), una excelente película de misterio de Otto Preminger con la bellísima Gene Tierney en su mejor momento. El film, que se desarrollaba en cuartos y salones elegantes, formaba parte de las producciones que los estudios hacían para atraer al público que no sólo deseaba desentrañar la intriga de un crimen, sino que además buscaba ideas para decorar sus casas. En esos años, había familias adineradas de raza negra que no tenían acceso a ciertas tiendas donde se las discriminaba, pero además estaban las familias negras y blancas que no podían comprarse nada de lo que Hollywood exhibía. Ese público iba a ver películas al estilo de Laura para estar al tanto de lo que se usaba.

El lujo y el bienestar son un remanso para una buena parte de los espectadores, sobre todo cuando van acompañados por la adaptación de una novela prestigiosa. ¿Qué habría sido de las películas del estadounidense James Ivory sin tener a su disposición las auténticas mansiones de campo inglesas, los anticuarios de Londres y de París y las buenas casas burguesas de Estados Unidos? Habría tenido que apoyarse "tan sólo" en los libros de Edgard Morgan Forster, Henry James y Kazuo Ishiguro para alcanzar el éxito. Maurice (1987), Lo que queda del día (1993), Un amor en Florencia (1985), Las bostonianas , La copa dorada (2001) nos permitieron ver muchas de las residencias y los departamentos en los que jamás podremos entrar, casi como si hojeáramos números de la revista Hola . En una función privada de Cuarteto (Ivory, 1981) en Buenos Aires, apenas empezada la proyección, cuando todavía estaban pasando los títulos y tan sólo se habían visto dos o tres calles de París y algún interior con un hermoso florero, se oyó en medio del silencio y la oscuridad, la voz inconfundible de José Bianco que exclamaba: "¡Qué buena película!", rendido desde el comienzo al encanto retro. Es bueno aclarar que, en 1949, William Wyler logró la hazaña de adaptar de manera brillante Washington Square , de Henry James ( La heredera fue el título en la Argentina), a pesar de que debió administrar recursos modestos. Pero contaba con la interpretación imbatible de Olivia de Havilland y la cara de Montgomery Clift.

Caras de mujer

¡Caras! ¡Caras! La pantalla las ha ofrecido con prodigalidad y ha fijado cánones de belleza relacionadas con la moral. El bien y la belleza han estado unidos desde los tiempos de Platón, Aristóteles y santo Tomás. En una época, las rubias de ojos claros y expresión ingenua representaban a las mujeres con las que se podía construir una familia. Pero el color de pelo no era una garantía. Había rubias platinadas como Jean Harlow que despertaban el deseo, pero jamás el respeto. Marlene Dietrich en manos de Joseph von Sternberg, ese genial y falso aristócrata vienés, podía ser letal, como en El ángel azul (1929), El Expreso de Shanghai (1930) y La Venus rubia (1930). Nada podía señalar mejor el peligro de todo lo que viniera de Oriente, la atracción de lo exótico, el misterio del sexo, que el tocado de plumas negras de Shanghai Lili (la heroína de Shanghai Express ). La elección de esas plumas fue tan ardua y acarreó tantas consecuencias como la discusión del Tratado de Versailles. Travis Banton, el vestuarista, pensó primero en plumas de pájaros del paraíso (las desechó porque no daban el matiz que quería), de cisnes negros (eran demasiado livianas y opacas), de cuervo (muy rígidas), de águila (excesivamente grandes), hasta que pensó en los gallos de riña mexicanos: ese plumaje sabiamente bañado en querosén se irisaba y, bajo los focos, se volvía de una negrura irresistible y siniestra. Ese arreglo ornitológico era una advertencia geopolítica: del Extremo Oriente sólo cabía esperar complicaciones.

¿Cuáles fueron los rostros que marcaron épocas? De Greta Garbo, se adoptó el pelo lacio y corto, las cejas finas y curvas, los labios delgados en forma de puñales que se enfrentan, el pecho andrógino. En Reina Cristina , deslumbra en la escena final, erguida en la proa del barco que la lleva hacia la libertad y el exilio.

Bette Davis no era hermosa, pero podía llegar a serlo si se lo proponía. Uno la detestaba, la adoraba o la compadecía de acuerdo con el guión. En Jezabel (1938), de William Wyler, un film sobre la Guerra de Secesión, era arrebatadora de candor, de una bondad romántica, suave y aguerrida; su abnegación hacía saltar lágrimas; en La loba (1941), también de Wyler, se convertía en una arpía. Hay una escena en que el marido de Davis en la ficción sube agonizante una escalera y le pide ayuda a su mujer (ella anhela la muerte del esposo, que ignora ese detalle). Bette, de espaldas a él y a la escalera, sin moverse, sólo con la expresión de la cara, a la manera de una actriz de teatro kabuki, muestra la encrucijada en la que se encuentra. Sus cejas enarcadas, los ojos desorbitados y la mueca de la boca expresan terror, ansiedad, culpa, crueldad, sadismo y ambición desenfrenada.

Katharine Hepburn, en su juventud, no era considerada hermosa porque no respondía al canon de las mujeres sumisas, de las mujeres objeto o frívolas de los años 30 a 50. No había en ella enigma, como en Dietrich y Garbo, ni signo de fatalidad. Se había adelantado a su época: tenía la belleza de una mujer de hoy, suelta, deportiva, alegre, quizá masculina en sus movimientos, pero de una frescura que la convertía al mismo tiempo en una camarada y en un ser eminentemente deseable.

A partir de Rita Hayworth, sobre todo en Gilda (1946), las mujeres comprendieron que la cabellera larga, brillante, y las piernas interminables eran imprescindibles. En uno de sus Testimonios , Victoria Ocampo cuenta que se encontró de casualidad con Rita en una tienda de Nueva York y lo primero que le llamó la atención fue el pelo que resplandecía de salud moral, si se puede aplicar ese adjetivo a ese sustantivo. Mucho más que en Gilda , Rita se lucía en Salomé (1953), de William Dieterle, cuando bailaba la danza de los siete velos frente a la mirada extasiada y los labios obscenos de Charles Laughton/Herodes. Excitante introducción a la Biblia.

Con la aparición casi simultánea de Marilyn Monroe, Gina Lollobrigida, Brigitte Bardot, Martine Carol y Jayne Mansfield, las jóvenes entendieron que no tenían por qué ser lánguidas como Garbo, y redescubrieron el valor de los pechos y las caderas. Había terminado la guerra. Era la época del Plan Marshall y en Europa se había vuelto a comer bien, mientras que en Estados Unidos, los ejercicios físicos desarrollaban los cuerpos de las mujeres y de los hombres. Y si de salud y crianza se trata, siempre observé que en las películas estadounidenses, los actores nos dan lecciones inmejorables de cepillado de dientes. El cepillo siempre tiene la inclinación justa: 45º sobre la encía.

Quizás el rostro más hermoso del cine italiano (superpoblado de belleza) haya sido el de Lucia Bosé en Crónica de un amor (1950, de Michelangelo Antonioni). Como dijo Piero Tosi: "Tenía la ventaja sobre las otras actrices de que era tísica. Eso le daba un ardor afiebrado a sus ojos y transparencia a la piel".

Así como Marilyn Monroe encabezó la tendencia de las mujeres sexies , Audrey Hepburn, a partir de La princesa que quería vivir (William Wyler, 1953) y, sobre todo, de Sabrina (Billy Wilder, 1954), donde la vistió Hubert de Givenchy, impuso un estilo sofisticado. Con sus ojos y su boca enormes, hizo triunfar otro tipo de belleza, basado en un canon que no era el clásico. A pesar de su elegancia muy femenina y de un chic insuperable, Audrey introdujo con mucha discreción la androginia que aparecería aún con mayor nitidez varios años más tarde, en 1960, con Jean Seberg en Sin aliento (Jean-Luc Godard).

La cola de caballo y la boca pulposa de Brigitte Bardot cundieron en Occidente, asociadas con la imagen de la chica veleidosa y promiscua que enloquecía a los hombres. Las muchachas querían ser como Brigitte en Y Dios creó a la mujer (Roger Vadim, 1956), broncearse desnudas y tener decenas de amantes. Al escritor cubano Guillermo Cabrera Infante (ver Cine o sardina ) lo cautivaba una mujer del policial negro de Hollywood, que siempre me hechizó, Gloria Grahame ( Cautivos del mal , Vincente Minnelli, 1952; Los sobornados , Fritz Lang, 1953). Era hermosa y muy buena actriz, pero había otras actrices más lindas. Tenía labios carnosos, sobre todo el superior, una voz que podía ser ronca o aterciopelada, siempre envolvente, muy sensual y vulnerable, y una nariz respingada que expresaba la soberbia y el cinismo de quien se defiende del sufrimiento con una máscara. Desde chico, no le podía sacar los ojos de encima, quizá porque, apenas aparecía, estaba seguro de que Gloria iba a traer problemas. Ella era de lo peor. Muchos años después me enteré de que, en la vida real, Gloria se divorció de Nicholas Ray porque él la encontró en la cama con el hijo que el director había tenido en su primer matrimonio. Ocho años más tarde, Gloria se casó con ese muchacho. Quizá lo que yo intuía en ella era ese aspecto oscuro y, aun cuando en la adolescencia todavía no me había enamorado de nadie, me daba cuenta de que siempre se empieza o se termina sufriendo por una mujer o por un hombre que, como decía Proust, no es del todo nuestro tipo. Uno no se enamora del placer, sino de quienes, sin saberlo, son los guardianes de nuestros secretos, es decir, de la desdicha y los enigmas que desconocemos y hacia los que avanzamos, impacientes por desenterrar la clave de nuestras vidas e inmolarnos.

Una mención aparte merece la Norma Desmond de Gloria Swanson en El ocaso de una vida (Billy Wilder, 1950), que tenía como apéndice, pero qué apéndice, la cabeza de hierro de Erich von Stroheim, su sacrificado hombre para todo servicio. Hoy, esa ex estrella del cine mudo, que no puede resignarse a envejecer, pasó de ser un ícono gay a verse imitada hasta el hartazgo por todas las mujeres que aparecen en las "vidrieras" de las revistas del corazón o de sociedad, inflamadas por el Botox e injuriadas por el bisturí.

Si tuviera que elegir una cara de mujer implacable y fascinante como el destino, sería la de Jeanne Moreau en Ascensor para el cadalso (Louis Malle, 1957), Los amantes (Louis Malle, 1958), Moderato cantabile (Peter Brook, 1960), Jules y Jim (François Truffaut, 1962) y Eva (Joseph Losey, 1962). De esa filmografía, rescato sobre todo una escena de claro de luna en Los amantes , que tiene como fondo musical el segundo movimiento del Sexteto n° 2 de Brahms.

Último rostro de la serie: Silvana Mangano en El proceso de Verona (Carlo Lizzani, 1963), donde interpreta a Edda Ciano, la hija de Mussolini; en Edipo Rey (1967) y Teorema (1968), las dos de Pasolini, y sobre todo en las películas de Visconti, Muerte en Venecia (1971) y Grupo de familia (1974). Esa mujer, que fue una bomba sexual en Arroz amargo (Giuseppe De Santis, 1949), había empezado su carrera como una de las muchas actrices italianas hermosas del período para convertirse en una figura trágica a veces; otras, de un lirismo arrebatador, que exaltaba y, a la vez, devoraba con su presencia todo lo que aparecía en la pantalla. Y cuando Visconti se lo ordenaba, como en Grupo de familia , podía con un gesto y el tono chirriante de su personaje sintetizar la vulgaridad de la burguesía consumista y sin escrúpulos de hoy.

Caras de hombres

Hay cuatro actores que recuerdo de inmediato, sin consultar ningún libro. El primero, Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951), contenido apenas en una musculosa y en un vaquero, que deslumbraba por su actuación y por la carga de sexualidad de todo su cuerpo. Era el más hermoso bruto que se haya visto nunca en la pantalla. En un artículo de Sur , Victoria Ocampo describió la espalda de Marlon como "una antorcha de carne dorada" (la película era en blanco y negro). La fuerza erótica de Brando todavía se apreciaba, y cómo, en Último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972); sin embargo, Marlon era un actor tan formidable que podía desentenderse de su aura sexual ese mismo año para interpretar la inolvidable El padrino (Francis Ford Coppola, 1972). La segunda cara notable en mi lista es la de Montgomery Clift en La heredera (William Wyler, 1951) y en Ambiciones que matan (George Stevens, 1951) junto con su íntima amiga Elizabeth Taylor (los dos tenían el mismo glorioso sex appeal ; él era mucho más refinado y ella, más velluda: no paraba de depilarse los brazos). El tercer rostro memorable es James Dean en Al este del Paraíso (Elia Kazan, 1955) y Rebeldes sin causa (Nicholas Ray, 1955). ...ste fue un film profético porque anticipó mucho de lo que pasaría con los jóvenes e impuso el uniforme de todo hombre de hoy: jeans y t-shirt . Algo decisivo ocurrió en el mundo masculino con la aparición de Brando y James Dean: las nuevas generaciones adoptaron un tipo de gesticulación por completo distinta, como si hubieran estudiado en masa en el Actor´s Studio. Todos querían ser como Marlon y James y, en algunos casos, se resignaban a lucir como Sal Mineo, el ambiguo amigo de Dean en Rebeldes .

La cuarta cara notable es la de Burt Lancaster, pero no en la época en que era un joven y apuesto galán, sino cuando Visconti lo eligió para El Gatopardo y Grupo de familia . Quizá no haya en la historia del cine una mirada más noble, imperiosa y melancólica que la de Lancaster en esos films. Esa mirada representa el fin de una cultura basada en la aristocracia que no nace de la sangre sino del espíritu. La tristeza de esos ojos no es sólo la de quien se despide de la vida porque va a morir, sino la de quien presencia el derrumbe de todo aquello en lo que creyó y asiste al triunfo de los bárbaros, que llegan con su carga de valores distintos, esperanzas y crueldad.

Las llaves del reino

En la posguerra, el neorrealismo italiano fue la puerta de entrada de un nuevo cine europeo que cambió el gusto del público en la Argentina. Hoy, parece imposible que Obsesión (Visconti, 1942), basada en la novela El cartero siempre llama dos veces , de James M. Cain, se hubiera filmado durante el fascismo. En la adaptación de Visconti, la pobreza y la sordidez de los ambientes en que el film se desarrolla, la apostura ruda de Massimo Girotti tenían la contundencia de una declaración de principios y eran una denuncia temeraria en contra del régimen de Mussolini. Cuatro años después, Tay Garnett filmó una versión hollywoodense con Lana Turner. Basta comparar esas dos películas para darse cuenta de la diferencia entre los "productos" hechos a medida, sobre la base de fórmulas, y las propuestas que los europeos, en medio de la guerra, concebían. Con todo, en Obsesión , no había una imagen que sirviera como símbolo de la nueva estética. Fue el rostro de Anna Magnani en Roma, ciudad abierta (Rossellini, 1945) el que se convirtió en emblema del neorrealismo, de un tipo de películas que se atrevían a mostrar lo que ocurría: escenas de miseria, tortura, lesbianismo y drogas en medio de la opresión nazi. Pero más allá del valor histórico de las obras de Rossellini, las más conmovedoras del movimiento fueron Ladrones de bicicletas (1948) y Umberto D (1952), las dos de Vittorio De Sica. La historia de Umberto, el jubilado acosado por la miseria que piensa en el suicidio, denunció con crudeza un problema que habría de convertirse en una situación habitual en todo el mundo.

Había una diferencia fundamental entre los films que llegaban de Hollywood durante las décadas de 1950 a 1970 y los que provenían de Europa y Asia. Era evidente que los nuevos directores europeos buscaban en sus obras un sentido a sus propias vidas y a la sociedad. No se trataba tan sólo de películas o "productos" destinados a entretener; en esas imágenes de espíritu joven y diferente había un deseo de riesgo, de desafío al orden establecido, a las convenciones, y también gritos de denuncia y dolor.

En esos años, se produjeron muchas innovaciones en el lenguaje cinematográfico, pero si tuviera que elegir el film que más me conmovió en toda mi vida, ése sería La Strada , de Federico Fellini (1954), despojado de todo rebuscamiento y alarde formal. Fellini cuenta la historia de Gelsomina (Giulietta Masina), una mujer inocente, desamparada, quizá medio loca, quizá tonta, de una ternura y una gracia irresistibles, que fue vendida por su familia a Zampanó (Anthony Quinn), un hombre tosco y brutal. Los dos recorren los caminos más desolados de Italia en una especie de carro armado sobre una motocicleta, donde viven. Se ganan la vida exhibiéndose en las plazas como humildísimos artistas de variedades que apenas si saben tocar la trompeta, hacer chistes y demostraciones de fuerza (a cargo de Zampanó). En una escena clave del film, el personaje de "Il Matto" (el Loco), un equilibrista, interpretado por Richard Basehart, consuela a Gelsomina. Ella se pregunta con angustia qué hace al lado de un hombre cruel, grosero, hosco como Zampanó, al que sin embargo quiere. Su congoja la lleva más allá: ¿por qué ha nacido? Il Matto toma una piedrita del suelo, se la muestra y le dice que él no sabe, quizá nadie sepa para qué sirve esa pequeña piedra; sin embargo, si existe, si la sostiene entre sus manos, para algo debe de servir. Del mismo modo el sentido de la vida de Gelsomina, le explica con una sonrisa, debe de tener una razón y esa razón quizá sea acompañar a ese hombre en apariencia insensible, que no le demuestra afecto y que más bien parece despreciarla. Ella está bajo el cielo para que Zampanó no sufra la soledad.

Después de La Strada , llegaron los otros films admirables, tan distintos y tan parecidos entre sí, de Fellini: La dolce vita y sobre todo Ocho y medio (1963), donde el director se enfrenta a un hecho al que todo gran artista se ha enfrentado alguna vez cuando va a realizar su obra maestra, pero no lo sabe: no tiene nada que decir, pero de todos modos quiere decir esa nada. Proust en A la recherche... , confiesa que desea escribir un libro, pero no sabe sobre qué. El curso de los años le revela que el tema nunca hallado de su obra, ese tema que buscó sin jamás poder encontrar, estuvo siempre con él: es la vida que ha vivido, el tiempo pasado y perdido que debe recuperar en el libro que va a empezar. Es el mismo tema que aborda Fellini, de un modo circular como la ronda final de Ocho y medio , una ronda donde aparecen los mismos seres que nos han mostrado sus historias en el film que acabamos de ver.

Había otros directores italianos, como Renato Castellani, que filmaba producciones de tono muy distinto, al estilo de El brigante (1961), sobre una rebelión campesina en Calabria. En su momento, me pareció una de las películas sociales más bellas que se hayan filmado jamás. En la Argentina, apenas si llegó a estar una semana en cartelera. No tenía nada de libelo y reflejaba la decepción de los oprimidos después del fin de la guerra. Había caído el fascismo, habían triunfado los aliados, pero los poderosos seguían siendo los mismos e imponían la miseria a quienes cultivaban sus tierras. La escena del levantamiento de los trabajadores tenía una formidable fuerza épica y cada figura parecía una estatua clásica en la que los pliegues de la ropa recordaban los de las esculturas griegas. Como prueba de su versatilidad, el mismo Castellani, en 1954, había dirigido una película exquisita, Romeo y Julieta , con Laurence Harvey y Susan Shentall. Sólo recuerdo otro film basado en una obra de Shakespeare de la misma calidad, si no superior, El Rey Lear , del ucraniano Grigori Kozintsev (1971), en particular la escena de la tormenta en la que Lear lucha, despojado del poder, contra la lluvia, el viento y el infortunio. La música pertenece a Shostakovich y la traducción del inglés al ruso (lamentable no poder apreciarla) es de Boris Pasternak, Premio Nobel de Literatura de 1958. Por cierto, el cine soviético sabía adaptar obras literarias y piezas teatrales como ninguna otra cinematografía. La dama del perrito (Iosif Kheifis, 1960), inspirada en un cuento de Chejov, era la historia de un amor imposible, en una estación balnearia a fines del siglo XIX. Tampoco había alardes de lenguaje en esa película, sólo miradas y una melodía conmovedora que, recuerdo, Victoria Ocampo reproducía de oído, con una sola mano, en el piano de Villa Victoria en Mar del Plata. Esa misma destreza para las recreaciones de época y las adaptaciones se pudo apreciar mucho después en las películas de Nijita Mijalkov: La esclava del amor (1976), Pieza inconclusa para piano mecánico (1977), la espléndida Oblomov (1980), basada en una novela de Goncharov, que es el más delicioso, tierno y angustioso relato sobre la pereza, la melancolía y sus consecuencias.

En 1960 se estrenó Hiroshima, mon amour , de Alain Resnais. Tuvo el efecto de una verdadera bomba cultural. Los jóvenes que seguían de cerca la actualidad cinematográfica se sabían de memoria los diálogos de la película, escritos por Marguerite Duras. La memoria del amor, la guerra, la ocupación nazi, la explosión atómica, la traición y la carne, la humillación y el orgullo, todo eso se sucedía con la música de Georges Delarue y Giovanni Fosco. Y, además estaban los textos de Duras, de una línea melódica y de un ritmo envolvente, obsesivo, del que uno no podía desprenderse.

Casi al mismo tiempo se sucedieron o "estallaron" Sin aliento (Jean-Luc Godard, 1959), Los cuatrocientos golpes , Disparen sobre el pianista (una avalancha de carcajadas) y Jules y Jim (las tres de François Truffaut) y, para simplificar la lista, la filmografía completa de Eric Rohmer, desde Mi noche con Maud ( 1969) y El rayo verde (1986) hasta La inglesa y el duque (2000). De Jules y Jim , todo me cautivó: la amistad entre los hombres, Jeanne Moreau cuando canta y cuando corre por un puente disfrazada de muchachito. De las imágenes emanaba la frescura y, al mismo tiempo, la gravedad que uno anhela cuando se es joven.

Aún no mencioné a Ingmar Bergman. Sus películas eran exigentes; algunos de sus títulos, cargados de símbolos, se volvían incomprensibles y se prestaban a infinitas interpretaciones. De todos modos, uno encontraba en esas atmósferas, en los personajes, la densidad que había faltado durante años en el cine internacional. Si tuviera que mencionar uno solo de sus films, eligiría Cuando huye el día (1957), la historia de un anciano que se despide de la vida en el rincón de las fresas salvajes.

Los directores que surgieron en Europa después de la Segunda Guerra pretendían con su mundo abrazar el mundo, para decirlo de un modo simple y casi brutal. Buscaban dotar a la vida o a sus vidas de un sentido, aun cuando muchos mostraban el absurdo, el caos y la desesperanza, pero incluso en esos cineastas, el desengaño revelaba la nostalgia de la unidad perdida. De esos autores, sólo encuentro hoy un heredero que me entusiasma: Pedro Almodóvar. En cualquiera de sus películas ( Entre tinieblas , La ley del deseo , Mujeres al borde de un ataque de nervios , Hable con ella , Volver ), hasta en las que menos me gustan, hay algo que siempre me interesa. Citará películas de otros directores, habrá adquirido tics, hará alusiones para entendidos: no importa. Por sobre todo eso, está su humor inimitable que no requiere erudición cinéfila, el desparpajo, la mezcla de géneros, el melodrama que osa decir su nombre, los colores chillones a los que uno se termina acostumbrando, y la glorificación del bolero, un género que reinventó para felicidad de todos. El hecho de que Almodóvar exista, como existe Woody Allen y tantos que no he podido nombrar por una cuestión de espacio, hace que lea semana a semana la lista de los estrenos en busca de un nuevo nombre, de un nuevo título, de alguien que permita darle otro sentido, quizás el definitivo, a la piedrita con la que juego en el bolsillo.

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