24/10/14

Carlos Fuentes y el cine: una relación sentimental

El libro póstumo del autor mexicano, que se publicará en noviembre, reúne sus escritos, hasta ahora inéditos, sobre filmes, actores, actrices y directores que lo apasionaron en la juventud y en la madurez. La obra está dedicada a su padre y a sus hijos, y el artículo que aquí anticipamos evoca las inolvidables sesiones del veracruzano Salón Victoria

Susan Sontag, Jean-Claude Carrière y Carlos Fuentes, en el Festival de Venecia, en 1967./adncultura.com

Desde su juventud, mi padre venía anotando cuidadosamente todas las películas que vio, en libros de tapas negras corrugadas, lomos y esquinas de marroquí rojo y clasificación número 6 ½ de la Standard Blank Book, un producto hecho en los Estados Unidos por una cierta compañía Boorum & Pease.
Estos cuadernos largos y anchos, evocadores de la vieja contabilidad propia de familias honradas y hacendosas, guardaba, en el caso de mi padre, un enjambre de sueños. Mi padre, que siempre fue un hombre lleno de fantasía alegre, se refugió en la nueva diversión que durante su vida apareció en Jalapa: el cinematógrafo.
La capital veracruzana tenía su Salón Victoria y exhibía, sobre todo, melodramas silenciosos italianos de alta intención artística. Estos melodramas románticos eran protagonizados por mujeres de actitudes tan extravagantes como sus nombres: Francesca Bertini, Pina Minichelli, Giovanna Terribili González. Eran mujeres embarradas a las paredes: contra las paredes arañaban desesperadas, abrían los brazos en cruz y cerraban los ojos antes de rendirse a un amor indeseado o a un sacrificio implacable. En la pared se apoyaban para llevarse la mano a la frente, cerrar los ojos y vacilar, temblorosas, ante una mala noticia. Mujeres "ojerosas y pintadas", la exageración de sus poses y de sus maquillajes era considerada, en todo el mundo civilizado, como una especie de pináculo de la emoción dramática. Además, la Minichelli, la Bertini, la Terribili, lloraban dando la cara al público, comunicando su emoción directamente. Lo mismo hacían, en sus fugaces apariciones en la pantalla del cine, las actrices consagradas del teatro y la ópera, como Sarah Bernhardt, Eleonora Duse y Geraldine Farrar. El cine, para salvar su orfandad estética, debía afirmar que no era simplemente cine (una invención mecánica, populachera, acaso un poco louche y hasta porno, como lo demostraban los niquelodeones para caballeros instalados en las avenidas de comercio de las grandes capitales) sino arte: teatro y ópera. Las actitudes en boga en estos dos espectáculos pasaron íntegras al primer cine, sobre todo el italiano. E Italia, todos lo sabían en Jalapa, era la cuna del arte.
Me contaba a veces mi padre que la aparición de las primeras películas norteamericanas fue recibida en Jalapa con disgusto, risa y rechazo alarmado. ¿Por qué actuaban así estos actores -Wallace Reid, Richard Barthelmess, Norma Talmadge, Mary Pickford-, como si estuvieran paseándose por la calle, comiendo en un restaurante, despertándose, manejando automóviles y, horror, ridículo, dando la espalda o tapándose las caras al llorar? ¿Dónde creían que estaban: en su cocina o en el templo del arte? La buena sociedad jalapeña que asistía a las tandas del Salón Victoria sólo aceptaba a las vamps del cine americano, imitadoras de las vampiresas del cine italiano, y sobre todo a Theda Bara (nacida Tehodosia Burr Goodman en Cincinnati, Ohio), la tremenda Cleopatra en perpetua pose de mural egipcio: una mano de visera junto a una frente engalanada de perlas, otra tiesa como un ala herida junto a los senos detenidos por un brassière metálico en forma (¡ya!) de áspid. En cambio, esa tremenda heroína de las series de aventuras, Pearl White en Los peligros de Paulina, ¿cómo podía prestarse a semejantes contorsiones, indignas de una dama: atada a los rieles mientras un tren se aproxima a toda velocidad, arrojada dentro de un pozo de agua, enviada en barril sobre una catarata, encadenada a una mazmorra prusiana por lascivos oficiales del Kaiser, pendiente de las alas de un avión sin piloto, arrastrada por caballos, pisoteada por búfalos, aventada desde tranvías? ¿Cómo podía una mujer (no digamos una dama) sufrir estos percances, estas indignidades, tratada como una vulgar pelota de fútbol, y emerger de todo ello, no digamos sin moretones, sino triunfante, confiada, alegre?
Tan cerca de mis ojos... ¿Qué importa?, me dice mi padre, y se lo dice a ustedes: No entiendes. No saben soñar. Al cine se entra a soñar, lector, espectador, mi semejante, mi hermano. El mundo se ha llenado de mujeres que antes ni siquiera se podían mirar. Sin el cine, ahora (tú, espectador) no las podrías tocar (igual que antes), al menos las podían ver y este era un triunfo de ellas, para ellas, más que para ustedes. Sentado allí con los ojos cerrados, tú puedes repasar (mi semejante, mi hermano) todos esos ojos enormes que al mirar hacia la oscuridad de una sala te miran a ti. Ojos de incendio nocturno de Pola Negri. Ojos de laguna envenenada de Gloria Swanson. Ojos de orgasmo nómada de Greta Garbo. Todas esas cabelleras que al ser acariciadas por un galán cinematográfico (tu semejante, tu hermano) son acariciadas, vicariamente por ti. John Gilbert acaricia la cabellera de miel colérica de Greta Garbo. La Divina Sueca tiene sólo 24 años y parece una medusa de frente plisada y ojos entrecerrados para no convertirnos en piedra a sus adoradores: not yet. Richard Barthelmess acaricia la cabeza de dorada inocencia (sólo le falta una aureola de santa; D. W. Griffith se la entrega gustoso) de Lilian Gish. Todos esos labios que se acercan tentadores y húmedos no a una cámara, sino a tus labios (vicario espectador, mi semejante, me hermano): labios de todas las formas y tamaños, súbitamente disponibles en el mostrador de plata de una pantalla. Desde los labios largos, tan amargos como ansiosos de hombre, de la danesa Asta Nielsen hasta los labios de capullo, inverosímilmente dibujados como sobre la punta de un alfiler sangrante, de la gringa Mae Murray, la viuda alegre de Von Stroheim, conocida en el mundo entero como "the girl of the bee-stung lips" (la chica con los labios picados por abeja).
Cabelleras, ojos, hasta las pieles, las pieles que en la pantalla dejaban de aparecer blancas en la ecuación blanco y negro, para adquirir tonos de oro o de plata, la palidez magiar de la bellísima Vilma Bánky era plateada, la blancura cachonda de la flapper universal. Clara Bow con su falda corta y su pelo a la garzón y sus medias brillantes y sus zapatillas de Charleston, puntiagudas y alegres, era de zinc. Vilma Bánky te conducía, envuelta en zorros, tirada por un perro borzoi, descalza, a lo largo de la galería de un castillo de cartón-piedra a orillas de un Lago Batalón pintado al fondo hasta llegar a una recámara impenetrable. Las puertas sólo se abrían en estas recámaras del romance rutinario / balcánico de Hollywood para cerrarse en seguida, en tus narices mismas, espectador curioso.
Tú no podrías penetrar pero el galán, Rod la Rocque o Ronald Colman, penetraba por ti y tú, resignado a imaginar la palidez plateada de una Vilma Bánky desnuda arrojada por el húsar a la vez brutal y caballeroso en sábanas de seda, dabas la espalda a la puerta, regresabas por la galería, salías del castillo y en la calle (Ruritania / París. Exterior. Día. CU extremo) te esperaba Janet Gaynor vendiendo flores y envuelta en un chal, invitándote a acompañarla a su altísima mansarda, el séptimo cielo sin calefacción ni agua corriente donde los novios pueden quererse y, con su amor, vencerlo todo. Pero tú no estás para Janet Gaynor este día y mejor vas a la cantina donde, de mesa en mesa, se pasea Clara Bow con su cabello pelón y esponjado y una interrogante del pelo pegada a la frente: su celebrado kissmequick y su cigarrillo en la boca, para asegurar que los ojos estén siempre entrecerrados, defendiéndose del humo, invitando, interrogando como el kissmequick o "bésame pronto" de la frente: piernas de seda, senos planos pero rebotantes bajo el escote de lentejuelas, delicioso recovecos de muslos blancos y axilas afeitadas, boca entreabierta, labio entreabierto, pierna entreabierta: cómo resistir a Clara Bow, la muchacha que tenía eso, la It Girl, la chica dueña de la esencia reificada del amor, el amor-cosa, la pasión-objeto, eso: a la mano. Si alargaras la tuya en el cine para tocar esa ilusión que te es ofrecida a uno venticinco la butaca, que te hace girar la cabeza, espectador, con sus promesas inmediatas (tan cerca de mis ojos) que luego te arrebata (tan lejos de mi vida) con un implacable rótulo, FIN, THE END, como si tú pudieras suspender de esa manera abrupta tu sueño, como si pudieras archivar perentoriamente tu deseo, levantarte y salir a la soledad de las calles murmurando, quizá sucede que me canso de ser hombre, sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impenetrable? navegando en un agua de origen y ceniza.
El agua de Neruda se convertía, en Hollywood, en la gran bañera de la seducción femenina; era la misma bañera de Nazimova, de Pola Negri, de Vilma Bánky: turbia, para que no se vieran los cuerpos; burbujeante como el deseo sexual; extravagante como la bañera incomparable de Popea (Claudette Colbert), la mujer de Nerón en El signo de la cruz. Faltaría Jean Harlow para darse una ducha al aire libre (admirada por Clark Gable) en Red Dust (1932).
Entre el exotismo italiano y la naturalidad norteamericana aparece Rodolfo Valentino, inmigrante italiano (Rodolfo Guglielmi di Valentina) que ilustró la gran escalada de la clase inmigrante a la clase obrera al estrellato financiero, político o fílmico. El fatum migratorio de Valentino era semejante al de los productores de origen bielorruso, como Louis B. Mayer (Eliezer Meir, Lazar Mayer); polaco, como Samuel Goldwyn (Schmuel Gelbfisz), y húngaro como Aldoph Cukor (bautizado Adolph Zukor).
 
Theda Bara, como una mortífera Cleopatra. 
 
El asalto a la pila bautismal (Guglielmi-Valentino) era tan corriente como necesario. Theodosia Burr Goodman debía convertirse en Theda Bara, anagrama de Arab Death; Douglas Elton Thomas Ullman en Douglas Fairbanks; Gladys Smith en Mary Pickford; Barbara Apolonia Chalupiec en Pola Negri, y más tarde, Lucille Fay Le Sueur en Billie Cassin en Joan Crawford. ¿Qué nombre se vería bien en la pantalla, cuál en la marquesina? ¿Quién confiaría su dólar de entrada a un judío polaco llamado Gelbfisz, quién casaría a su hijo con una señorita Chalupiec? ¿Quién no bailaría el tango de moda con un italiano que parecía hecho de seda y aceite, llamárase Guglielmi o Valentino? ¿Inmigrante, bailarín de café-concierto, gigoló, ladrón, extra de cine, actor y dominado por sus esposas lésbicas como él dominaba en la pantalla a la anglosajona virginal que osaba entrar a su tienda en el desierto? Los machos lo odiaron, llamándole "la borla de empolvar color de rosa", "the poder puff pink". Los homosexuales lo adoraron, viendo en Valentino lo que ellos querían ser. Andrógino, apelaba al secreto erótico de muchos hombres y demasiadas mujeres. Ignorante, pero poseído por su pose, Valentino murió a tiempo, de peritonitis, a los treinta años. Su funeral fue un acto multitudinario. Su tumba, objeto de la devoción de una mujer que, año con año, depositaría una flor en el Templo del Jeque y de atención por parte de John dos Passos, que le dedica uno de sus capítulos en la trilogía USA.
Pero en Jalapa, 1920, la novedad era el naturalismo de los actores norteamericanos y la aparición en sus películas de mujeres emancipadas. El cine italiano era una especie de friso antiguo, inmóvil, en el que se fijaban todos los vestigios del Arte con mayúscula. El cine norteamericano era un río fluyente, que lo mismo arrastraba lodo que oro: nadie podía bañarse dos veces en esas aguas, ricas e impuras, de la modernidad reclamada por Hollywood, proyectada por Hollywood, identificada con Hollywood y proyectada por Holywood a todos los rincones del mundo, inclusive el Salón Victoria de Jalapa, Veracruz, donde mi joven padre Rafael Fuentes empezó a apuntar religiosamente cada una de estas comuniones con el Séptimo Arte en su impresionante carnet de contabilidades decimonónicas. A cada sacramento mi padre le daba fecha, nombre, director, protagonistas y calificación: del cero de la maldad al cinco de la perfección, pasando por un mediocre dos, un aceptable tres y un muy buen cuatro.
Los cuadernos de mi padre se encuentran junto con mis papeles en la Biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton. Yo sólo me ceñí a leer lo que él anotaba hasta que, por vez primera, me separé de él para regresar de la libertad parrandera de mi Buenos Aires querido a la escuela secundaria en la ciudad de México. Intenté entonces suplir la ausencia de mi padre con mi propio cuaderno de idas al cine. La afición no me duró más de un año, pero celebro que mis tres hijos productores judíos -Cecilia, Carlos y Natasha- hayan sido, aún más que su abuelo, cinéfilos apasionados y memoriosos. Si de niño consulté a mi padre sobre las novedades (y las calidades) del cine, de grande conté, en cambio, con la enciclopédica cultura cinematográfica de mis hijos. Resulta que sólo fui un puente de celuloide entre un proyector Arriflex y un DVD.

14/10/14

Carta de amor a la bomba

Hace 50 años, Stanley Kubrick redefinió los límites de la comedia con ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú,  la perfecta disección de la mayor paradoja a la que se enfrenta el hombre: su propia estupidez.  El resultado es una película tan real que, en efecto, parece una broma. O al revés

Fotograma de la película. ¿Teléfono rojo?  Volamos hacia Moscú, de Stanley Kubrick que cumple 50 años de estreno./elmundo.es
Cuentan que la primera vez que Ronald Reagan pisó la Casa Blanca preguntó por la Sala de la Guerra, esa sala oscura de límites indefinidos desde la que decidir el destino de la Humanidad. A su manera, la anécdota (démosla por buena) acierta a describir el alcance y efectividad de una bomba con la forma de una película tan extraña como 'Dr. Strangelove'. O en la versión completa del título 'Dr. Strangelove o cómo aprendí a dejar de preocuparme y querer a la bomba'. O, en su incomprensible, excesivamente original y muy pedestre traducción española, '¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú'. Huelga decir que la famosa habitación del pánico en la que discurre parte de la cinta era una invención. Pero, por lo visto, muy real.
También dicen que tras su estreno en enero de 1964, la inteligencia militar norteamericana no pudo por menos que cambiar los protocolos de seguridad. No queda claro si la razón era que la fidelidad con la que Stanley Kubrick, el director, reproducía su forma de proceder dejaba al descubierto importantísimos secretos de Estado o que, simplemente, esa misma fidelidad desnudaba la inapelable y vulgar ridiculez de todo esto. Y en el 'todo esto' cabe desde el oxímoron de inteligencia militar a la propia condición humana.
Sea como sea, la película que ahora cumple medio siglo fue capaz no sólo de radiografiar la angustia de un tiempo amenazado como nunca antes se había hecho sino que, ya que estamos, redefinió los límites de eso que el tiempo ha dado en llamar comedia. ¿Es acaso graciosa la completa destrucción del ser humano? Pues sí, sería la respuesta. De paso, a la altura de 'Trampa 22', de Joseph Heller, o 'Matadero 5', de Kurt Vonnegut, la película permanece como el tratado más fiel de la estupidez humana en tiempos de guerra. Para morirse de risa, en el más estricto sentido de los términos.

Paradoja irresoluble

Todo empezó en 1962, fue entonces cuando Kubrick decidió adquirir los derechos de 'Red alert', la novela de Peter George que, fiel a su época, imaginaba la no tan descabellada posibilidad de un conflicto nuclear. A un paso directamente del Apocalipsis. Ahora sabemos que estuvimos mucho más cerca incluso de lo que entonces se llegó a intuir en la ficción. El libro planteaba, tal y como se cuenta en la cinta, una paradoja necesariamente irresoluble: Y si uno de los bandos, pongamos la Unión Soviética, hubiera automatizado la respuesta a una posible agresión. Y si en el otro de los frentes un general loco o simplemente demasiado motivado decidiera atacar por su cuenta. Del bonito silogismo contrafáctico, sólo cabría entonces deducir el Armaguedón. Superadas una crisis universal, dos guerras mundiales y con el planeta en pleno desarrollo hacia la utopía keynesiana del bienestar socialdemocrático global, en el mejor momento, digamos, de la Historia, nunca antes se había estado tan cerca de la destrucción absoluta. ¿Cómo se quedan?

Años llevaba Kubrick obsesionado con el tema. Cuenta el director que desde hacía tiempo su biblioteca personal se había especializado en ese único argumento. "Lo que me interesa es que se trata del único problema social del que no es posible aprender absolutamente nada de la experiencia. Si algún día ocurre, quedará muy poco en el mundo de lo que se pueda extraer ninguna consecuencia. Probablemente no quedará tampoco nadie que pueda hacerlo", razonaba el cienasta en un artículo para justificar el origen de la película.
En ese mismo texto explicaba el juego de conflicto/interés mutuo que directamente le mantenía sin dormir. Imaginemos dos hombres que viajan en el mismo tren (y que no pueden comunicarse entre ellos) ante el siguiente problema: si los dos se bajan en la primera estación el primero recibirá diez dólares y el segundo tres; si los dos lo hacen en la segunda, al revés, el primero gana tres dólares y el primero, diez. Ahora bien, si se bajan en estaciones diferentes o juntos en alguna otra, nadie recibe nada. ¿Qué hacer? Aunque uno de los dos esté dispuesto a sacrificarse por el bien común, cabe la posibilidad de que el otro sufra el mismo arranque de altruismo. Conclusión: las posibilidades del pequeño (o gran) desastre por falta de entendimiento son inmensas. Y si en vez de un puñado de dólares lo que se juega es el futuro, así en general, el dilema adquiere la dimensión de lo inabarcable.

«Lo que me interesa es que se trata del único problema social del que no es posible aprender absolutamente nada de la experiencia. Si algún día ocurre, quedará muy poco en el mundo de lo que se pueda extraer ninguna consecuencia», escribió Stanley Kubrick
Y en esas estaba Kubrick cuando cayó en sus manos la novela de George. La casualidad, o el signo de los tiempos, quiso que a la vez Sidney Lumet planeara la producción de 'Punto límite' sobre un argumento similar. Quién sabe si empujado por la necesidad de marcar distancias, el caso es que en ese mismo instante, el destino de lo que sería 'Strangelove' quedaría sellado: "La idea de hacer una comedia de pesadilla surgió casi cuando me senté a escribir el guión. Enseguida caí en la cuenta de que la única manera de no resultar grotesco era dejar de lado todo lo paradójico o absurdo de la historia. Pero, y esto es lo paradójico, la historia en sí, en su corazón, no es más que una absurda paradoja. ¿Cómo renunciar entonces a lo grotesco?". Y en ese momento, y en compañía de Terry Southern que no de Peter George (el escritor de la novela que acabaría por suicidarse) empezó a construirse el mayor, por atómico, atentado al sentido común que ha vivido la historia del cine.
Ya en la escena inicial sobre los revolucionarios a fuer de estilizados títulos de crédito de Pablo Ferro, algo no cuadra. Unos enormes B-52 'copulan' a los acordes quizá cándidos de 'Try a little tenderness' de Laurie Johnson. No es serio. Acto seguido, el General Ripper (en alusión al famoso destripador) anuncia su intención de poner en marcha el plan R y enviar así a sus machos mejor dotados, o superbombarderos, a exterminar a los responsables de su impotencia: "La mayor y más insidiosa arma de los comunistas: ¡El flúor!". Recuérdese, el personaje interpretado por Sterling Hayden está convencido de que sus problemas 'erectivos' son cosa de la amenaza comunista.

Para cuando aparezca el primero de los tres personajes a los que da vida Peter Sellers, el oficial británico Mandrake (esta vez la referencia es la planta vigorizante mandrágora), el tono y alcance de este drama paródico o esta sátira melodramática, como se quiera, quedará perfectamente delimitado entre el juego de nombres procaces (Buck Turgidson sería el General Turgente) y el terror íntimo que produce encerrar la peor de las tragedias imaginables en la vulgar banalidad de unos tipos demasiado parecidos a cualquiera.
Las crónicas registran (hay fotos de ello) que Peter Sellers, además del mentado oficial, del presidente de los Estados Unidos y del propio Dr. Strangelove estuvo también a punto de hacer de mayor King Kong, papel que recayó finalmente en Slim Pickens. El actor británico se quitó de en medio, para disgusto del director, por no verse capaz de reproducir el acento de Texas que exigía el piloto de marras, el que se precipita a su destino con su enorme falo, con perdón, destructor. La idea de que el mismo actor ocupara el lugar central de cada escenario en el que se desarrolla la película servía al objetivo de introducir un elemento de sospecha en un universo tan perfectamente realista que fue incluso capaz de engañar a un futuro presidente de la mayor potencia mundial. Si se quiere, la película reproduce el esquema de la segunda película del director, 'Atraco perfecto', donde la acción discurre en paralelo en varias localizaciones, pero introduciendo un nuevo elemento de tensión: la sospecha cierta de que todo puede explotar en cualquier momento. El miedo de los personajes es el nuestro; su demencia la de nuestro tiempo. Y así.

La simple posibilidad de la realidad cotidiana

Y ahí esta la clave y actualidad del proyecto. Parece que se trate de la Guerra Fría y, en realidad, estamos ante la perfecta reconstrucción del absurdo de todo, de la existencia en su más amplia y absurda 'absurdidad'. Y eso vale en cualquier época, circunstancia y situación estratégica. "La risa llega cuando recreas una situación que parece completamente ajena a cualquier amago de broma y, de repente, introduces en ella la simple posibilidad de la realidad cotidiana. Hablamos de un lugar sagrado como el Pentágono, en el que se está decidiendo el futuro de la Humanidad. Y en ese espacio, no hay más que hombres tan reales, absurdos y banales como cualesquiera otros. En el contraste, surge la comedia", razonaba Kubrick para aclarar el sentido de la primera comedia sin un solo 'gag' de la Historia; la primera sin maldita la gracia. Es más, la casi protocolaria escena de la batalla de tartazos fue suprimida precisamente para evitar la tentación de la simple farsa.
La aclaración la hacía el director en una conversación con el escritor Joseph Heller. En ese mismo diálogo salía a relucir el nombre de Harold Pinter. "Los personajes de sus obras son tipos atrapados en una pesadilla entre la realidad y los sueños. Y desarrollan extrañas ansiedades y obsesiones sobre la situaciones más ordinarias". Aquí es precisamente donde se define 'Strangelove'. Cada personaje se limita a atender a sus instintos más primarios porque ante una situación tan paradójica e irresoluble -la misma que sufrían los viajeros del tren de antes incapaces de decidir en qué estación bajarse-, cualquier comportamiento racional sobra, está de más. Es simplemente absurdo.
George C. Scott, como el general Buck Turgidson, atiende a sus instintos y aúlla de placer cuando, por fin, la bomba, como una bestia desbocada entre las piernas del piloto Kong, se desploma hacia el vacío. El mayor, quizá, de los vacíos posibles. De fondo, y de nuevo, el redoble de tambores de 'When Johnny comes marching home'. A continuación, el Dr. Strangelove, la encarnación más cruel posible de Wernher von Braun, exclamará aquello de "Mein Führer! ¡Puedo caminar!". Surge su más profundo yo. De nuevo, no hay razonamiento, sólo instinto. Pero antes, el tullido a medio camino entre el hombre y la máquina se despachará ante la Humanidad con un pronóstico, éste sí racional: "Con una 'ratio' de diez mujeres por cada hombre, calculo que se alcanzará el presente producto nacional bruto en 20 años... es el momento de dejar de preocuparse por la bomba y aprender a amar la bomba". Para el final queda el Apocalipsis nuclear mientras se escucha cantar a Vera Lynn 'We'll meet again, don't know where, don't know when' (Nos volveremos a encontrar, no sabemos dónde, no sabemos cuándo).
Kubrick quiso dar imagen a una paradoja. Y hacerla tan real que pareciera una broma. El preestreno de la película se tuvo que suspender. Ese día, el 22 de noviembre de 1963, era asesinado John Fitzgerald Kennedy. Tan absurdo, tan brutal, tan real, tan cómico. Por cierto, ¿alguien sabe dónde está la Sala de Guerra?

11/10/14

Modiano, un autor que se dejó seducir por el cine

 Cuatro de sus obras han sido llevadas al cine. También ha escrito guiones

Imagen con la que la Academia Sueca ha anunciado el premio Nobel de Literatura 2014, recaído en el francés Patrick Modiano. @NobelPrize/eltiempo.com

El autor francés Patrick Modiano, flamante Nobel de Literatura 2014, también es un conocido amante del cine. No solo cuatro de sus obras se han convertido en películas, sino también ha sido jurado en el Festival de Cannes y ha participado en la escritura de guiones como el de ‘Lacombe Lucien’, de Louis Malle.
Su colaboración con Malle en 1974 en una historia de la ocupación alemana en Francia durante la Segunda Guerra Mundial -tema recurrente en sus novelas- le valió una nominación a los premios Bafta del cine británico.
Y el guion de ‘Bon voyage’ (2003), otra historia sobre los franceses bajo la ocupación alemana, que escribió junto al realizador del filme, Jean-Paul Rappeneau, optó a un César del cine francés, aunque nuevamente se quedó sin premio.
Han sido sus dos incursiones más destacadas en un mundo, el del cine, que se intuye además en una forma de escribir incisiva y en la que se dejan ver ecos de una estrecha relación con el mismo, tal vez heredada de su madre, la actriz belga Louisa Colpeyn.
De hecho, la figura de su madre se ha visto reflejada tanto en sus novelas como en sus personajes en el cine, con mujeres frágiles y heridas, tratadas con una gran delicadeza, como la Silvia de ‘Domingos de agosto’.
Pero también personajes oscuros y complejos como los protagonistas de películas como ‘Bon Voyage’, interpretados por Gérard Depardieu, Isabelle Adjani o Virgine Ledoyen.
Una carrera en la que cine y literatura se han entremezclado porque son sus dos grandes pasiones, como ha reconocido muchas veces.
Los primeros contactos de Modiano con las salas de cine, cuando tenía 14 o 15 años, coincidieron con la explosión de la “nouvelle vague”, con filmes como ‘Los cuatrocientos golpes’, uno de sus primeros recuerdos cinematográficos, recordaba el escritor en una entrevista en 1990.
"Cuando veía los primeros filmes de Godard, tenía la impresión de que los veía ya en el pasado, lo que le da encanto a esas películas, el encanto del París que se ve en 'Al final de la escapada' y que se ha mantenido con los años", relataba el escritor con un gran cariño y respeto por el cine.
‘La Dolce Vita’ y otros trabajos de Federico Fellini son películas que también impresionaron a Modiano, un espectador exigente que solo por el título decidía si le interesaba participar "en el misterio del cine".
Un misterio que le ha atraído siempre y que le ha llevado a colaborar en otros largometrajes, tanto adaptando sus propias obras como con historias de otros.
En 1983, el realizador egipcio Moshé Mizrahi llevó al cine su novela ‘Una juventud’, y en 1994 Patrice Leconte adaptó ‘Villa Triste’, que en su paso a la gran pantalla se convirtió en ‘El perfume de Yvonne’.
Modiano escribió el guion de ‘Le fils de Gascogne’ (1995) junto a Pascal Aubier, realizador del filme, y adaptó al cine su obra ‘Domingos de agosto’, que dio como resultado la película ‘Te quiero’, dirigida por Manuel Poirier.
En 2006, Mickhael Hers estrenó ‘Charell’, basada en ‘Tan buenos chicos’, y Benoit Jacquot prepara ahora la adaptación de ‘Joyita’.
Y en el camino se han quedado algunos proyectos que no se llevaron a cabo, como el guion que escribió en 1977 sobre un gángster moderno, Jacques Mesrine, que estaba previsto que protagonizara Michel Audiard.
Una historia que finalmente acabaría en el cine muchos años después, con Vincent Cassel como el famoso gángster, en dos películas que se estrenaron en 2008.
Un amor por el cine que incluso le llevó a ser miembro del jurado del Festival de Cannes en el año 2000, en el que la Palma de Oro fue para "Dancer in the dark", de Lars von Trier.
Y también a escribir, en colaboración con Catherine Deneuve, un libro sobre Françoise Dorelac, la fallecida hermana de la actriz: "Elle s'appelait Françoise..." ("Se llamaba Françoise...").
En 1996, casi treinta años después de la muerte de Dorelac, Modiano escribió un bello texto titulado "Le 21 mars, le premier jour du printemps" ("El 21 de marzo, el primer día de la primavera"), en el que retrata a Françoise con una gran ternura: "A la vez tímida y audaz.
De gestos abruptos, pero con una ligereza de alga. La extravagancia pero también los tormentos secretos".

2/10/14

Svankmajer: "Disney es el mayor corruptor de la imaginación infantil de la humanidad"

El último genio surrealista que ha dado el cine reflexiona sobre la labor revolucionaria del arte con ocasión de la exposición  Metamorfosis

Jan Svankmajer, realizador checo/elmundo.es

Jan Svankmajer no cabe en una única definición. Encerrar el cine de este artista checo nacido en Praga hace 80 años en el simple concepto de stop-motion se antoja tan limitado como reducir la literatura a la lista de la compra. Escultor, marionetista, coleccionista de rarezas, cartógrafo de sueños, filósofo, agitador de masas, demiurgo y, finalmente, poeta. "Ten siempre presente que la poesía es sólo una. La antítesis de la poesía es la especialización profesional...", reza el primer artículo de su irrenunciable decálogo. Su quehacer tiene que ver con Poe, Lewis Carrol, Kafka, Arcimboldo, Goya, el Teatro Negro, André Breton y... con todo lo contrario. Como sus figuras discontinuas a medio camino entre el barro y la carne, entre la desesperación y el miedo, el propio Svankmajer se hace y deshace a cada fotograma que pasa. Y así, toda su filmografía, desde el primer corto de 1964, The last trick, hasta Surviving life (2010) pasando por su celebrada adaptación de Alicia (1987), es el terreno fértil y originario en el que por cada segundo nace un sueño. Suena extraño y, en realidad, lo es. Por diferente, único e irresistible.
Ahora La Casa Encendida propone un diálogo entre la obra del checo con la de otros dos creadores en el límite de la vigilia: Starewitch y los hermanos Quay. Bajo el nombre de 'Metamorfosis', el arte de recrear la parte de atrás de la imaginación se materializa en una exposición que se inaugura hoy con el aspecto y el argumento de un sueño. Turbia y perfecta. Quizá una pesadilla.

Desde antes de la Teoría del Color Goethe, el sentido que nos define es la vista. ¿Qué programa revolucionario encierra la reivindicación del tacto?
Vivimos una civilización audiovisual. Realmente me empecé a interesar por el tacto porque estoy convencido de que nuestro ojo está pervertido. Recibe ataques constantes sea de la televisión sea de la multitud de anuncios que nos asaltan. En los años 70, en el grupo surrealista del que formo parte, empecé a hacer experimentos. Convertí una foto que encontré en una revista en un objeto táctil. Lo tapé con una tela e hice que los colegas, sin verlo, configuraran su propia imagen. Sólo tocándolo. Finalmente, les eneseñé 10 imágenes y ellos tenían que decir cuál de ellas correspondía con el original. Los resultados fueron muy interesantes. Desde entonces, me obsesionó el tacto como una forma de reconstruir nuestro ojo interno.
¿Y dónde queda la revolución en este proyecto?
Fue una forma de protesta, sin duda. Este tipo de experimentos coincidió con la censura de siete años en la que no pude grabar ninguna película. La experimentación táctil está al otro lado de la cultura audiovisual. Y, como tal, es una forma de ponerla en duda.
Otro de los conceptos que está al otro lado es el de infancia. La niñez a la que se dirigen y de la que hablan sus trabajos está asociada a la imaginación como un terreno fértil y ciertamente oscuro ¿Hasta qué punto nuestra cultura no ha acabado por pervertir todo lo relacionado con el mundo de los niños?
La creación es un proceso fundamentalmente imaginativo. Trabaja con el subconsciente yo diría que en un 80% y sólo el 20% restante es una intervención controlada. La infancia, los sueños y el erotismo son las tres fuentes básicas de la creación. Si uno cierra la puerta de su infancia se condena la posibilidad de crear. De todas formas, conviene tener en cuenta que la niñez nunca fue ese espacio idílico que intentan vendernos. Mi mujer decía que el que sobrevive a su infancia, sobrevive a todo. Y es verdad, lo que ocurre cuando somos niños es básciamente un ejercicio de domesticación. Entonces, sufrimos los primeros ataques de represión. Se nos obliga a que hagamos caca y pis en el orinal y eso ya es una labor represiva. Nacemos dueños de nuestra libertad. La infancia es una lucha constante por ceder, por saber hasta dónde nos dejamos robar nuestra libertad.
Así aprendemos a conocer...
Sin duda. Pondré un ejemplo. De crío escuchas algo así como: "La duquesa está sentada". Y te la imaginas sentada en la silla blanca de la cocina. Para imaginarse un trono rococó hace falta corregir gran parte de la imaginación original. La mente de un niño es la mente de un poeta. Y así debe de ser.
¿Y qué le parece el mundo de Disney?
En una ocasión escribí, y me regañaron mucho por ello, que Disney es el mayor pervertidor de la imaginación de los niños que ha conocido la humanidad. No niego que sus primeras películas fueron excepcionales, pero con el tiempo es el mayor engaño que jamás ha sufrido la infancia. En general, la literatura o el cine para niños es una gran mentira comercial. El arte para los niños existe para obligarles a desear o querer algo que les es completamente ajeno. Los niños son crueles y lo que más les gusta es cualquier cosa que les haga rebelarse, pues, por naturaleza, se resisten a ser domesticados; se resisten a la represión que necesariamente el mundo adulto ejerce sobre ellos.
¿Cómo fue su infancia?
Yo tuve la suerte de que cuando tuve 8 o 9 años mi padre me regaló un teatro de marionetas. Para mí cambió el mundo. Con él, representaba las situaciones de represión que vivía día a día, y así me liberaba. Era un niño introvertido y muy flacucho. Digamos que no tenía ninguna autoridad entre los otros críos. Ese teatro me salvo. Todo lo que hago aún hoy lo comparo con mi teatro de marionetas.
En los 60, hubo quien encontró un contenido revolucionario a la cultura de masas como la forma de acabar con el 'establishment'. ¿Qué ha fallado en ese proyecto?
La cultura de masas y la publicidad son los dos pilares de la civilización. Sin ellos dejaríamos de consumir y sin el consumo, dejamos de existir. Todo está pensado para que no pensemos; que no pensemos ni cómo estamos ni qué queremos de la vida... La cultura popular existe para que nos entretengamos un poco en el tiempo que pasa desde que salimos del trabajo hasta que volvemos de nuevo a él. No hay ni ha habido ningún elemento revolucionario en la cultura de masas.
En varias ocasiones ha repetido que no hace cine sino poesía, que su arte se alimenta de referencias de todas las disciplinas. ¿Qué consecuencias tiene que el arte contemporáneo haya abandonado esa concepción renacentista del arte?
Vivimos en una sociedad que se tiende a especializar en todo. Y no vamos a acabar bien, porque esta civilización va contra la propia naturaleza humana. Los neurólogos, no yo, han demostrado que la mente humana es igual que en el neolítico. No hemos cambiado apenas. Y pese a ello, hemos desterrado la imaginación de nuestra actividad cotidiana.
Y la incomunicación, que tanto espacio ocupa en sus películas, ¿es sólo un problema de nuestra sociedad o de la propia condición humana?
Hice la película 'Las posibilidades de un diálogo' que, en realidad, se debería llamar 'Las imposibilidades de un diálogo'. La incomunicación está relacionada con las características de nuestra civilización. Tenemos cada vez más medios de comunicación y, sin embargo, son sólo ruido. No informan, confunden. Ahora mismo, la comunicación, lo que entendemos por ella, es una sucesión de frases hechas sin significado alguno.
¿Qué significa Kafka para usted?
Kafka para mí fue una revelación. Recuerdo que los surrealistas ya empezaron a hablar de Kafka cuando no era totalmente desconocido. Kafka se adelantó a su época.