31/3/17

Rodrigo García: "Mi padre no era un Dios silencioso"

El hijo de García Márquez reflexiona sobre la religión en Últimos días en el desierto
Rodrigo García dirige a Ewan McGregor en un momento de Últimos días en el desierto, que se estrena el próximo viernes. EL MUNDO

¿Cuánto debe un hijo a un padre? Hay preguntas que, por repetidas, no terminan de encontrar solución. Ni en los libros de poesía ni en los juzgados de familia. ¿Y si el padre en cuestión es o, dado el caso, se parece al mismo Dios? Ni la propia Biblia acierta con la parábola adecuada. "Quizá, no hay solución", comenta lacónico Rodrigo García y lo hace con Últimos días en el desierto, su última película, pendiente de estreno (será este mismo viernes). La cinta se detiene en el momento exacto en el que Jesús de Nazaret (sí, él, encarnado por Ewan McGregor, es el protagonista)se dispone a abandonar el desierto para afrontar su destino. Justo entonces, el hombre, que no el Dios, se cruza en el camino de un padre y un hijo. El primero se esfuerza en proteger al segundo y en su empeño se arriesga con perderle para siempre. El segundo, en cambio, pugna por escapar de la sombra de su progenitor. Y en la pelea, pues eso es, se juega perderse para siempre.
"Todas mis películas son autobiográficas. Todas parten de mi vida. Ésta no es una excepción", dice, se toma un segundo y corrige: "Recuerdo que cuando empecé lo que más temía era la recurrente pregunta sobre mi padre. Cuando llegaba el momento de: '¿Cuánto le debe a él?', siempre me quedaba con ganas de contestar: 'Lo mismo que usted al suyo'. Con el tiempo, los periodistas se acostumbraron y ya no me preguntaban. Y, la verdad, acabé por echarlo de menos. Quizá he rodado ésta para que me pregunten de nuevo".
-¿Qué debe a su padre?
-Lo mismo que usted al suyo. [Y rompe a reír].
Cuenta, de todas formas, que siempre llevará con él la frase de Amor en tiempos de cólera "Nadie enseña nada a la vida". "La vida es siempre mejor, más asombrosa que nada. Eso de que la vida imita al arte es una tontería". Guarda clara memoria de la cantidad de veces que acompañó a su padre a ver Barbarroja, de Kurosawa. Y, si se le apura, hasta reconoce sentirse deudor de la ética del trabajo inculcada por él. Recuerda, además, que su padre siempre quiso ser director de cine. Y ahí lo deja. "De todas formas, nada hay en esta película de mi relación con él. Mi padre no era un Dios silencioso. Quizá justo lo contrario», concluye.
Sea como sea, Últimos días... es una cinta sobre la paternidad en la misma medida que lo es sobre la religión. Quizá, incluso, a su pesar. "El aspecto divino de Jesús me es ajeno. Es imposible saber cómo se mueve y habla un dios. Los que se dejaron influir por él lo primero que vieron fue al hombre, a la persona con sus pesadillas, dudas, inseguridades...", explica para justificarse quizás. ¿Y por qué este argumento ahora? "Algo está ocurriendo. La religión y sus fundamentalismos, sean islámicos, judíos y hasta laicos, marcan la época. Vivimos una época radical. Desde los años 70 al 11-S hemos vivido uno de los periodos menos sectarios de la historia. Y yo me crié en ese ambiente. De repente, toda barbaridad está justificada en nombre de la fe. Inclusive el secularismo es extremo hasta el punto de meterse a decir cómo se puede uno vestir en la playa. Y no debería ser así. El dogma no puede estar por encima de la experiencia humana". Añade, sin atreverse a pronunciar la palabra boicot, que, al contrario del resto de sus películas, ésta apenas recibió invitaciones de festivales. "A lo mejor no gustó. Pero es raro. Las críticas fueron buenas... Está claro que el tema religioso no ayuda".
Y llegados a este punto, vuelta a la pregunta: ¿Cuánto debe un hijo a un padre? ¿Se puede aprender algo del cine, de esta película? "Nadie enseña nada a la vida". Lo dejó escrito García Márquez, el padre.

17/3/17

Señorita María, la reivindicación de una mujer que nació en cuerpo de hombre

Un documental de Rubén Mendoza exalta la vida de una campesina colombiana marginada por su identidad
María Luisa Fuentes, protagonista de Señorita María, la falda de la montaña

La señorita María era un rumor. Usaba falda, tenía el pelo largo y se rasuraba la barba todas las mañanas. La señorita María cuando montaba en su caballo lo hacía sentada de lado, como dicen que lo hacen las damas. También se le veía caminando con animales por la carretera hacia Boavita, un pueblo en Boyacá. Rubén Mendoza (1980) había escuchado de ella desde que era niño y su papá lo llevaba a esas montañas frías en donde su abuela vivía. Siempre le causó curiosidad. Cuando la vio, muchos años después, frenó en seco su carro y le preguntó cualquier cosa. Quería detallarla. El rumor estaba ahí, llevando un par de vacas, vestida con una falda y un par de trenzas tejidas en su larga melena.
Después de una beca que lo mantuvo lejos de Colombia, Rubén regresó. Se reencontró con la señorita María y empezó la historia, que diez años después conmueve a quienes ya vieron el estreno del documental Señorita María, la falda de la montaña. En el Festival de Cine de Cartagena, en donde se presentó la semana pasada, Mendoza se llevó el premio a mejor director y María Luisa Fuentes supo qué era caminar sin recibir burlas y ser reconocida como una mujer, a pesar de que haber nacido en el cuerpo de un hombre.
No fue fácil derribar los muros que, sin querer, había levantado su apariencia en el pueblo conservador en el que nació (de allí son los Chulavitas, el primer grupo armado de derecha). “Después de unos meses de grabación se me escondió. Estuvo dos años negándose, evitando hablar con nosotros”, cuenta el director a ELPAÍS. María se ocultaba en la punta de la montaña y desde ahí veía cuando el equipo de producción llegaba, la buscaba, esperaba, se iba. Mendoza, a punta de mensajes, empezó a acercarse. Se volvieron amigos.  La relación trascendió a la de un director frente a un personaje. “Logré su confianza con sinceridad, con admiración genuina. Nunca la quise filmar para mostrar miseria. ¡Para eso me voy al Congreso!”, dice, directo como siempre. La historia de María Luisa va más allá de mostrar a una campesina transexual. Es un retrato de una fuerza descomunal y femenina, en palabras del director, que descubrió en ella la que podría ser una radiografía universal. En María hay soledad, dolor, pero también humor, ternura, luz. No fue de otra manera que el proyecto logró mantenerse por seis años. Fue una grabación larga y de mucha paciencia.
Rubén y su equipo se sentaron durante horas con calma en el patio de la casa de María; es decir, en la montaña, a esperar un eclipse, a que se asomara un arcoíris, a que se corriera una nube, a que saliera ese rayo de sol que terminó iluminando sus palabras cuando recordaba los dolores que había sufrido, las ausencias con las que había crecido o las veces que había dejado en manos de Dios el castigo para los que la ofendían. “La fuerza de María está en su alma, en su amor por los animales, en su fe”, dice Mendoza.
María Luisa tiene 45 años y está viva de milagro. Colombia es un país violento con el que piensa diferente o el que se sale de la norma. Su pueblo, conservador y católico, la apartó. Tuvo que marginarse y aferrarse a que ocurriera un milagro. Soñaba que tenía un hijo. “Un niño. ¡Ay, esa es alegría para mí!”, exclama con naturalidad. Pudo ser lo que quiso. En medio de su soledad encontró la fuerza para no quebrarse, para ser digna y valiente en un país en donde ser mujer y campesina es de por sí motivo de exclusión.
Mendoza se mantiene en un cine documental que logra un retrato que supera un simple personaje. Pone frente a la pantalla a personas de intensa humanidad y a través de ellas muestra qué tan cruel puede ser el mundo, pero sobre todo en dónde está la fuerza para no dejarse caer. “María empieza a entender el sentido de la dignidad. Es una persona que estaba convencida de que tenía que avergonzarse por ser lo que sentía, pero que descubre que su historia es valiosa, que su vida importa, que la quieren escuchar”. Y abrazarla. Como si con el contacto se pudiera contagiar algo de la fortaleza de la que está hecha María.
“Mi Dios hizo de todo: feos y bonitos, pero para Él todo es bonito. Para mi Dios somos iguales. Esa es la belleza”, dice ella. Cuando sonríe, casi siempre que habla de Dios, se le forman dos hoyuelos en las mejillas.