Complejo y actual, el western encarna, incluso en tiempos de corrección política, el duelo irresuelto entre civilización y barbarie. El estreno de Django sin cadenas, de Quentin Tarantino, permite repasar las claves de un género inagotable y de filmes imperdibles
El más grande de todos los cowboys. John Wayne, el sheriff del pueblo, en una escena de Río Bravo, la película de Howard Hawks, de 1959. |
Actor y director. Kevin Costner en Pacto de justicia, de 2003. |
Una mirada lóbrega. Clint Eastwood en Los imperdonables (1992). |
.La psicología del vaquero, tratada en Winchester 73 por A. Mann./Revista Ñ |
Sin western no habría cine. Por cierto, el aparato de registro y
reproducción mecánica de imágenes en movimiento que llamamos “cine” por
apócope de “cinematógrafo” sí existiría. El cine, el arte
cinematográfico, no. Porque el western no nace con El gran asalto al tren (1903),
aquella peliculita de Edwin S. Porter que mostraba vaqueros y montaje
paralelo (no por primera vez, pero sí por primera vez de modo efectivo y
dramático, es decir, por primera vez con éxito) sino en El nacimiento de una nación (1915),
con la cabalgata del Ku-Klux-Klan al rescate de la pobre Lillian Gish
de las garras de un negro violador. El lector pensará que hay una
lectura ideológica o que estamos contra su creador, David W. Griffith, y
no, al contrario: la corrección política no puede aplicarse de modo
anacrónico y ese final de El nacimiento..., con su
racismo y todo, es el violento partero de la auténtica historia del cine
y del primer gran hijo de ese arte, el cine del Oeste, el western, “una
de cowboys”.
Resulta irónico recordar la película de Griffith, dado que el último western hasta hoy es Django sin cadenas,
de Quentin Tarantino, estrenada en nuestro país el jueves y fuerte
contendiente en los Oscar, que invierte el racismo de un modo violento e
incluye una secuencia paródica de la cabalgata del Klan. O no tanto: Django... quizá
sea la coartada necesaria para que quienes niegan el género o lo
desplazan al estereotipo de película violenta donde se matan “indios”
(hoy se diría “pueblos originarios”) se aventuren por el territorio más
grande del séptimo arte. Lo que Tarantino hace es, siempre, tomar un
género (o varios) y licuarlos. No exprimirlos: no les saca el jugo sino
que los muele con cuchillas (y 9 mm, y patadas) afiladísimas para
obtener algo que parece y sabe al original pero es otra cosa.
Django... es
un western hecho y derecho, pero es también un melodrama romántico, un
policial, un “ blaxplotation ” pudoroso –cero sexo, cosa rara–, una
comedia negra y un filme de denuncia. Pero lo es, sobre todo, porque
todos esos géneros y subgéneros nacieron del western.
Seamos
académicos. En 1991, Jacques Mauduy y Gérard Henriet (sorpresa, un
geógrafo y un historiador apasionados por el Oeste), publicaron un libro
genial y divertido llamado Géographies du western (Nathan).
Vieron cientos de películas y definieron algunas constantes: que es
“western” toda ficción que se desarrolle en esa medialuna que abarca de
la Louisiana al sur a lo largo de la frontera (ambos lados) con México y
toda la Costa Oeste desde el desierto hasta el mar, más el Klondike,
siempre y cuando ocurran entre el final de la Guerra de Secesión
(después de 1865, aunque Django..., por ejemplo, ocurre
explícitamente dos años antes de la guerra) y 1910 aproximadamente. Es
decir, la época en la que se constituye definitivamente el territorio de
los Estados Unidos, en el que los inmigrantes capturaron tierras, en
las que se conquistó el desierto y se acabó con los indios, en que el
ferrocarril terminó de llevar la civilización anglosajona-pragmática al
último territorio de aventura que había permitido la Revolución
Industrial. Y es también ese territorio que es conquistado justamente
por la máquina: primero el Colt, después el telégrafo y, finalmente, el
ferrocarril. No por nada, el límite temporal lo marca el final de la
Guerra de Secesión, que es ni más ni menos el comienzo de la expansión
del tren hacia el Pacífico.
Ford, mitología western
El
término western está asociado a John Ford del mismo modo que suspenso
rima con Hitchcock y dibujo animado con Disney. De las casi ciento
cincuenta películas que dirigió desde los comienzos del cine mudo hasta
mediados de los años sesenta, dos tercios son westerns. Por lo tanto,
cabe a él haber consolidado la mitología del Oeste en la pantalla:
después de todo, fue quien le dio un fotograma para vivir al más grande
de todos los cowboys, John Wayne. Pero Ford no era precisamente un
optimista. De hecho, resulta sorprendente que incluso hoy hay quienes
crean que odiaba a los indios (o, peor, que Wayne odiaba a los indios
por lo que dice su personaje en Más corazón que odio –1956–, un filme que justamente pone el racismo en cuestión). Los westerns de John Ford, desde su primera gran obra maestra El caballo de hierro en
1924, tratan sobre la contradicción de la conquista del Oeste. Por una
parte, deja claro que el final de la Guerra Civil no ha acabado con sus
conflictos. Es la “marca” que llevan dentro de sí algunos de sus héroes,
especialmente aquellos solitarios desfacedores de entuertos como Ethan
Edwards en Más corazón... filme central en este sistema, pero también muchos de los soldados de la trilogía sobre el Séptimo de caballería (Fuerte apache –1948–, La legión invencible –1949– y Río Grande –1950).
Hay más: la mayoría de los personajes de las películas de Ford no son
arquetipos heroicos sino gente común tratando de hacer su vida en la
incómoda, a veces terrible situación de vivir en una frontera
provisoria, entre una civilización tecnocrática que los utiliza como
punta de lanza y una población secular que se resiste a perder su lugar
en el mundo. Los soldados del Séptimo son eso, tipos que pierden la vida
en un fortín perdido en el medio de la nada. Pero lo mismo son los
baqueanos que conducen caravanas en el desierto (Caravana de valientes –1950–) o los fuera de la ley de pronto –y a su pesar– heroicos (La diligencia
–1939–). Lo que Ford contaba –y de allí que sus filmes sean mucho más
complejos y aún sean modernos– era la epopeya de la conquista del
territorio, la aventura de sus individuos y, detrás, la tara que acababa
con lo heroico y con la aventura. De su vasta, compleja obra, el filme
más claro es su anteúltimo western, Un tiro en la noche (The man who shot Liberty Valance, 1962),
donde la llegada de un abogado (James Stewart) al viejo Oeste termina
con la presión feudal de los terratenientes y sus matones, pero también
con el orden mítico y moral encarnado por el personaje heroico “a la
antigua” que interpretaba John Wayne. Y aunque ambos se ubican del mismo
lado de la divisoria moral, el triunfo de uno implica la desaparición
de otro. También es un filme acerca de cómo se narra o ha narrado el
Oeste –uno de sus parlamentos más conocidos es: “Este es el Oeste,
señor; cuando la leyenda se vuelve un hecho, imprima la leyenda”– y,
sobre todo, político: la llegada de la ley, de la Constitución en forma
de elecciones, de la alfabetización y, sobre todo, del ferrocarril,
doman la tierra incógnita. En ese espacio, pues, ya no tiene lugar el
pistolero de Wayne, como no lo tiene en Más corazón que odio,
cuando al final del filme una familia que ha sufrido por el salvajismo
de (una parte de) los indios, recupera a la joven que ha sido criada
entre ellos.
Sin embargo, aunque la utopía igualitaria ha cedido
el terreno a la visión “yanqui” del mundo (la estigmatización del sur
como esclavista ha hecho que el imaginario estadounidense haya perdido
gran parte de lo que había rescatado de la Europa tradicional y,
paradójicamente, lo ha acercado más a su destino latinoamericano), en
los filmes de Ford aparece una figura de estilo notable que pone en
perspectiva la Historia y al hombre, lo que esa utopía significa. En
todos sus filmes es notable el contraste entre el tamaño del hombre y el
paisaje. Las lecturas son múltiples: por un lado, ese pequeño soldado o
vaquero “tragado” por un paisaje gigantesco nos habla de que existe una
naturaleza y un orden que van más allá de la experiencia, que son
milenarios o eternos, que somos apenas una migaja de tiempo en el mundo.
Por otro, pone en auténtica perspectiva lo heroico de ese trabajo que
implica la conquista del territorio, domarlo para la civilización –un
trabajo siempre inacabado, con la barbarie siempre agazapada como una
fuerza natural. Es extraño, pero en Django..., sólo al
principio, cuando los dos protagonistas recorren el Oeste cazando
criminales, aparece algo de este paisaje, aunque el hombre siempre es
más grande que el entorno. Pero se sabe: Tarantino es más cercano a
Howard Hawks que a John Ford.
El hombre como centro
Porque
Hawks no es un director de westerns, aunque ha realizado cinco o seis
extraordinarios, todos obras maestras absolutas, una de ellas un filme
central para cualquier interesado en el cine como Río Bravo
(1959). En él, un sheriff (John Wayne), su mejor amigo minado por el
alcohol (Dean Martin), una mujer independiente (Angie Dickinson), un
viejo (Walter Brennan) y un novato (Ricky Nelson) deben custodiar a un
asesino en la cárcel. El ganadero que domina económicamente al pueblo lo
tiene entre sus matones (la democracia, pues, no ha llegado aún) y el
filme es casi un policial. Y así lo entendió el mayor admirador de esta
película, John Carpenter, que tomó la anécdota para filmes como Asalto al precinto 13 (1976) y Fantasmas de Marte (2001).
El paisaje aquí es menos importante que la laberíntica y precaria
geografía de ese pueblo en ciernes, primitivo, donde una iglesia esconde
a un villano. Fue Guillermo Cabrera Infante quien notó que los diálogos
se parecen más a Dashiell Hammet que a Bret Harte, por ejemplo. Y es
que en Hawks el Oeste es una más de las tierras peligrosas porque todas
las tierras son peligrosas. Lo que es peligroso es el hombre: Hawk
encuadra como si el espectador fuera uno más dentro de la puesta en
escena (“la cámara a la altura del hombre”). De esa manera el filme
complementa las épicas humanas de Ford: si éste mira el gran panorama y
el sentido de los pequeños gestos humanos, Hawks pone en el centro al
hombre y al coraje porque no sólo hay que conquistar el desierto, sino
también lo salvaje que anida en cada uno. Por eso en el realizador
siempre alguien representa la ley (que es también ley moral). El propio
realizador entendió a tal punto que esta libertad de los personajes era
esencial que realizó en 1967 una especie de remake, El Dorado,
con más humor y Robert Mitchum en el lugar de Dean Martin, donde los
personajes tienen más peso que la trama. Si Tarantino es más cercano a
este estilo, si cambia el paisaje enorme y lo lleva al pequeño espacio
(es el recorrido que traza las casi tres horas de Django,
incluso si el título y la presencia de Franco Nero en el elenco parecen
homenajear al spaghetti-western ) es por esta cercanía hawksiana. Pero
hay una diferencia: los personajes de Tarantino no encarnan una moral
(que es general) sino una ética (que es particular), aunque el director
tenga una posición moral respecto del mundo que narra y de la
esclavitud. De allí las muertes monstruosas y la sangre derramada por
baldes.
El tercer gran avatar del western es Anthony Mann, el
hombre que tomó el paisaje y lo tradujo a la pantalla ancha para ubicar
ya no héroes civilizadores ni encarnaciones de la moral, sino
directamente desesperados que tratan de sobrevivir enre la falta de ley y
una tierra donde se ha refugiado el fugitivo de la civilización. Pero
si el paisaje fordiano es en general desértico e inmutable, en Mann el
entorno está lleno de naturaleza tan salvaje como el alma de sus
protagonistas (casi siempre James Stewart, ocasionalmente, como en la
genial El hombre del Oeste (1958), Gary Cooper, ambos
arquetípicos). En Mann las cosas nunca son simples y la nieve, el viento
o los bosques pueden ser tanto aliados como adversarios, mientras que
el interés económico o la búsqueda de venganza mueve incluso al más
heroico de los protagonistas. Quizás es, de todos los grandes
realizadores del género –que incluye a Delmer Daves, William Wellmann,
Henry Hathaway, John Sturges, el genio de la clase B Budd Boetticher o
el primer Sam Peckinpah– el que mejor comprendió la dimensión
psicológica del cowboy. Más allá de Mann, el western deja de tener
“maestros” y se transforma en un modo de contar cosas. Puede ser la
herramienta que utilice el violento y sardónico Robert Aldrich en la
genial Veracruz –de 1954, donde el duelo entre el
“forajido” Burt Lancaster y el “héroe” Gary Cooper termina en una
asociación delictiva– o incluso el disfraz para esa alegoría política
(para muchos, “el western que gustan los que odian el western”) de A la hora señalada (1952), de Fred Zinnemann, que “funcionaba” como una denuncia del maccartismo.
Y
después, claro, Clint Eastwood. Eastwood vivió los últimos días de los
grandes estudios, y conoció el western a partir de sucedáneos: la serie
de televisión Rawhide (1959-1965) y el
spaghetti-western de Sergio Leone. Lo primero es una trivialización;
mientras que el trabajo de Leone implicaba tomar lo que aún decía cosas
universales del género e incorporarlos a una sensibilidad libresca,
muchas veces irónica. Es extraño, pero ese subgénero ítalo-hispano que
marca a fuego formalmente a Tarantino (no sólo en Django, sino también en Kill Bill –2003/2004– o Bastardos sin gloria
–2009–, que no carecen de puntos de contacto con Leone, quizás el
primer maestro del reciclaje de formas populares) no fue la opción de
Eastwood, su hijo dilecto. Eastwood más bien intentó reconducir al
espectador al género con ficciones como La venganza del muerto (1973) o su propia versión, Jinete pálido (1985), de la mitológica Shane.
Pero como la mayoría de los realizadores posteriores a la muerte de los
estudios, cree que es una forma muerta: de allí esa mirada trágica y
lóbrega del Oeste, esa voluntad de desmitificarlo todo que recorre la
oscura Los imperdonables (1992).
Es que el
Oeste, ocupado finalmente por la civilización, se vuelve un mal
recuerdo: el cowboy todavía representaba la posibilidad de una vida más
cercana a la naturaleza. Pero las ciudades y el orden
liberal-tecnocrático acabaron con ella (esa es la nostalgia de Ford, eso
explica el trayecto de lo abierto a lo cerrado del filme de Tarantino)
para mutar en las oscuridades del thriller. Los cowboys que quedan son
los pocos policías honestos y de armas tomar (en la cima, el gran John
McClane de Duro de matar –1988–, pero también los agonistas de los filmes de Walter Hill, o el Snake Plissken de Fuga de Nueva York
–1981–) que no pueden proyectar esperanzas en el paisaje. Y aunque haya
algún resistente –el notable Kevin Costner con la sublime Pacto de justicia (2003)–, el hecho de que Tarantino triunfe entre público y crítica con la iconografía de este género implica algo notable.
No
es que el público no quiera ver un western sino que Hollywood ha
decidido no proponerlo. Pero sus dilemas, sus personajes y sus formas se
han trasladado a otras topografías: ¿Qué son la Star Trek (2009) de J.J. Abrams o la ignorada Serenity (2005) de Joss Whedon sino westerns? ¿Acaso no funcionó como burla de Avatar (2010) compararla con Danza con Lobos (1990)
(de todos modos, dos obras maestras)? En el fondo, lo que ha volcado al
western fuera de las pantallas es la prepotencia de la corrección
política, que es ni más ni menos la manera de esconder que el gran
conflicto americano (de toda la América) no ha encontrado solución en
los Estados Unidos como su vulgata pretende. Aún vivimos en la
disyuntiva entre civilización y barbarie, y el western, ese gran cine,
siempre ha sido el escenario de esa batalla. En última instancia, quizás
Tarantino utilice el género para decir que la única alternativa en
estos tiempos represivos y reprimidos no es la civilización sino
orientar la barbarie al lado luminoso de lo moral. Apuesta arriesgada,
pero por cierto original.
No hay comentarios:
Publicar un comentario