4/2/13

Erase una vez en el Oeste

Complejo y actual, el western encarna, incluso en tiempos de corrección política, el duelo irresuelto entre civilización y barbarie. El estreno de Django sin cadenas, de Quentin Tarantino, permite repasar las claves de un género inagotable y de filmes imperdibles

El más grande de todos los cowboys. John Wayne, el sheriff del pueblo, en una escena de Río Bravo, la película de Howard Hawks, de 1959. 
Actor y director. Kevin Costner en Pacto de justicia, de 2003.
 
Una mirada lóbrega. Clint Eastwood en Los imperdonables (1992). 
.La psicología del vaquero, tratada en Winchester 73 por A. Mann./Revista Ñ

Sin western no habría cine. Por cierto, el aparato de registro y reproducción mecánica de imágenes en movimiento que llamamos “cine” por apócope de “cinematógrafo” sí existiría. El cine, el arte cinematográfico, no. Porque el western no nace con El gran asalto al tren (1903), aquella peliculita de Edwin S. Porter que mostraba vaqueros y montaje paralelo (no por primera vez, pero sí por primera vez de modo efectivo y dramático, es decir, por primera vez con éxito) sino en El nacimiento de una nación (1915), con la cabalgata del Ku-Klux-Klan al rescate de la pobre Lillian Gish de las garras de un negro violador. El lector pensará que hay una lectura ideológica o que estamos contra su creador, David W. Griffith, y no, al contrario: la corrección política no puede aplicarse de modo anacrónico y ese final de El nacimiento..., con su racismo y todo, es el violento partero de la auténtica historia del cine y del primer gran hijo de ese arte, el cine del Oeste, el western, “una de cowboys”.
Resulta irónico recordar la película de Griffith, dado que el último western hasta hoy es Django sin cadenas, de Quentin Tarantino, estrenada en nuestro país el jueves y fuerte contendiente en los Oscar, que invierte el racismo de un modo violento e incluye una secuencia paródica de la cabalgata del Klan. O no tanto: Django... quizá sea la coartada necesaria para que quienes niegan el género o lo desplazan al estereotipo de película violenta donde se matan “indios” (hoy se diría “pueblos originarios”) se aventuren por el territorio más grande del séptimo arte. Lo que Tarantino hace es, siempre, tomar un género (o varios) y licuarlos. No exprimirlos: no les saca el jugo sino que los muele con cuchillas (y 9 mm, y patadas) afiladísimas para obtener algo que parece y sabe al original pero es otra cosa.
Django... es un western hecho y derecho, pero es también un melodrama romántico, un policial, un “ blaxplotation ” pudoroso –cero sexo, cosa rara–, una comedia negra y un filme de denuncia. Pero lo es, sobre todo, porque todos esos géneros y subgéneros nacieron del western.
Seamos académicos. En 1991, Jacques Mauduy y Gérard Henriet (sorpresa, un geógrafo y un historiador apasionados por el Oeste), publicaron un libro genial y divertido llamado Géographies du western (Nathan). Vieron cientos de películas y definieron algunas constantes: que es “western” toda ficción que se desarrolle en esa medialuna que abarca de la Louisiana al sur a lo largo de la frontera (ambos lados) con México y toda la Costa Oeste desde el desierto hasta el mar, más el Klondike, siempre y cuando ocurran entre el final de la Guerra de Secesión (después de 1865, aunque Django..., por ejemplo, ocurre explícitamente dos años antes de la guerra) y 1910 aproximadamente. Es decir, la época en la que se constituye definitivamente el territorio de los Estados Unidos, en el que los inmigrantes capturaron tierras, en las que se conquistó el desierto y se acabó con los indios, en que el ferrocarril terminó de llevar la civilización anglosajona-pragmática al último territorio de aventura que había permitido la Revolución Industrial. Y es también ese territorio que es conquistado justamente por la máquina: primero el Colt, después el telégrafo y, finalmente, el ferrocarril. No por nada, el límite temporal lo marca el final de la Guerra de Secesión, que es ni más ni menos el comienzo de la expansión del tren hacia el Pacífico.

Ford, mitología western
El término western está asociado a John Ford del mismo modo que suspenso rima con Hitchcock y dibujo animado con Disney. De las casi ciento cincuenta películas que dirigió desde los comienzos del cine mudo hasta mediados de los años sesenta, dos tercios son westerns. Por lo tanto, cabe a él haber consolidado la mitología del Oeste en la pantalla: después de todo, fue quien le dio un fotograma para vivir al más grande de todos los cowboys, John Wayne. Pero Ford no era precisamente un optimista. De hecho, resulta sorprendente que incluso hoy hay quienes crean que odiaba a los indios (o, peor, que Wayne odiaba a los indios por lo que dice su personaje en Más corazón que odio –1956–, un filme que justamente pone el racismo en cuestión). Los westerns de John Ford, desde su primera gran obra maestra El caballo de hierro en 1924, tratan sobre la contradicción de la conquista del Oeste. Por una parte, deja claro que el final de la Guerra Civil no ha acabado con sus conflictos. Es la “marca” que llevan dentro de sí algunos de sus héroes, especialmente aquellos solitarios desfacedores de entuertos como Ethan Edwards en Más corazón... filme central en este sistema, pero también muchos de los soldados de la trilogía sobre el Séptimo de caballería (Fuerte apache –1948–, La legión invencible –1949– y Río Grande –1950). Hay más: la mayoría de los personajes de las películas de Ford no son arquetipos heroicos sino gente común tratando de hacer su vida en la incómoda, a veces terrible situación de vivir en una frontera provisoria, entre una civilización tecnocrática que los utiliza como punta de lanza y una población secular que se resiste a perder su lugar en el mundo. Los soldados del Séptimo son eso, tipos que pierden la vida en un fortín perdido en el medio de la nada. Pero lo mismo son los baqueanos que conducen caravanas en el desierto (Caravana de valientes –1950–) o los fuera de la ley de pronto –y a su pesar– heroicos (La diligencia –1939–). Lo que Ford contaba –y de allí que sus filmes sean mucho más complejos y aún sean modernos– era la epopeya de la conquista del territorio, la aventura de sus individuos y, detrás, la tara que acababa con lo heroico y con la aventura. De su vasta, compleja obra, el filme más claro es su anteúltimo western, Un tiro en la noche (The man who shot Liberty Valance, 1962), donde la llegada de un abogado (James Stewart) al viejo Oeste termina con la presión feudal de los terratenientes y sus matones, pero también con el orden mítico y moral encarnado por el personaje heroico “a la antigua” que interpretaba John Wayne. Y aunque ambos se ubican del mismo lado de la divisoria moral, el triunfo de uno implica la desaparición de otro. También es un filme acerca de cómo se narra o ha narrado el Oeste –uno de sus parlamentos más conocidos es: “Este es el Oeste, señor; cuando la leyenda se vuelve un hecho, imprima la leyenda”– y, sobre todo, político: la llegada de la ley, de la Constitución en forma de elecciones, de la alfabetización y, sobre todo, del ferrocarril, doman la tierra incógnita. En ese espacio, pues, ya no tiene lugar el pistolero de Wayne, como no lo tiene en Más corazón que odio, cuando al final del filme una familia que ha sufrido por el salvajismo de (una parte de) los indios, recupera a la joven que ha sido criada entre ellos.
Sin embargo, aunque la utopía igualitaria ha cedido el terreno a la visión “yanqui” del mundo (la estigmatización del sur como esclavista ha hecho que el imaginario estadounidense haya perdido gran parte de lo que había rescatado de la Europa tradicional y, paradójicamente, lo ha acercado más a su destino latinoamericano), en los filmes de Ford aparece una figura de estilo notable que pone en perspectiva la Historia y al hombre, lo que esa utopía significa. En todos sus filmes es notable el contraste entre el tamaño del hombre y el paisaje. Las lecturas son múltiples: por un lado, ese pequeño soldado o vaquero “tragado” por un paisaje gigantesco nos habla de que existe una naturaleza y un orden que van más allá de la experiencia, que son milenarios o eternos, que somos apenas una migaja de tiempo en el mundo. Por otro, pone en auténtica perspectiva lo heroico de ese trabajo que implica la conquista del territorio, domarlo para la civilización –un trabajo siempre inacabado, con la barbarie siempre agazapada como una fuerza natural. Es extraño, pero en Django..., sólo al principio, cuando los dos protagonistas recorren el Oeste cazando criminales, aparece algo de este paisaje, aunque el hombre siempre es más grande que el entorno. Pero se sabe: Tarantino es más cercano a Howard Hawks que a John Ford.

El hombre como centro
Porque Hawks no es un director de westerns, aunque ha realizado cinco o seis extraordinarios, todos obras maestras absolutas, una de ellas un filme central para cualquier interesado en el cine como Río Bravo (1959). En él, un sheriff (John Wayne), su mejor amigo minado por el alcohol (Dean Martin), una mujer independiente (Angie Dickinson), un viejo (Walter Brennan) y un novato (Ricky Nelson) deben custodiar a un asesino en la cárcel. El ganadero que domina económicamente al pueblo lo tiene entre sus matones (la democracia, pues, no ha llegado aún) y el filme es casi un policial. Y así lo entendió el mayor admirador de esta película, John Carpenter, que tomó la anécdota para filmes como Asalto al precinto 13 (1976) y Fantasmas de Marte (2001). El paisaje aquí es menos importante que la laberíntica y precaria geografía de ese pueblo en ciernes, primitivo, donde una iglesia esconde a un villano. Fue Guillermo Cabrera Infante quien notó que los diálogos se parecen más a Dashiell Hammet que a Bret Harte, por ejemplo. Y es que en Hawks el Oeste es una más de las tierras peligrosas porque todas las tierras son peligrosas. Lo que es peligroso es el hombre: Hawk encuadra como si el espectador fuera uno más dentro de la puesta en escena (“la cámara a la altura del hombre”). De esa manera el filme complementa las épicas humanas de Ford: si éste mira el gran panorama y el sentido de los pequeños gestos humanos, Hawks pone en el centro al hombre y al coraje porque no sólo hay que conquistar el desierto, sino también lo salvaje que anida en cada uno. Por eso en el realizador siempre alguien representa la ley (que es también ley moral). El propio realizador entendió a tal punto que esta libertad de los personajes era esencial que realizó en 1967 una especie de remake, El Dorado, con más humor y Robert Mitchum en el lugar de Dean Martin, donde los personajes tienen más peso que la trama. Si Tarantino es más cercano a este estilo, si cambia el paisaje enorme y lo lleva al pequeño espacio (es el recorrido que traza las casi tres horas de Django, incluso si el título y la presencia de Franco Nero en el elenco parecen homenajear al spaghetti-western ) es por esta cercanía hawksiana. Pero hay una diferencia: los personajes de Tarantino no encarnan una moral (que es general) sino una ética (que es particular), aunque el director tenga una posición moral respecto del mundo que narra y de la esclavitud. De allí las muertes monstruosas y la sangre derramada por baldes.
El tercer gran avatar del western es Anthony Mann, el hombre que tomó el paisaje y lo tradujo a la pantalla ancha para ubicar ya no héroes civilizadores ni encarnaciones de la moral, sino directamente desesperados que tratan de sobrevivir enre la falta de ley y una tierra donde se ha refugiado el fugitivo de la civilización. Pero si el paisaje fordiano es en general desértico e inmutable, en Mann el entorno está lleno de naturaleza tan salvaje como el alma de sus protagonistas (casi siempre James Stewart, ocasionalmente, como en la genial El hombre del Oeste (1958), Gary Cooper, ambos arquetípicos). En Mann las cosas nunca son simples y la nieve, el viento o los bosques pueden ser tanto aliados como adversarios, mientras que el interés económico o la búsqueda de venganza mueve incluso al más heroico de los protagonistas. Quizás es, de todos los grandes realizadores del género –que incluye a Delmer Daves, William Wellmann, Henry Hathaway, John Sturges, el genio de la clase B Budd Boetticher o el primer Sam Peckinpah– el que mejor comprendió la dimensión psicológica del cowboy. Más allá de Mann, el western deja de tener “maestros” y se transforma en un modo de contar cosas. Puede ser la herramienta que utilice el violento y sardónico Robert Aldrich en la genial Veracruz –de 1954, donde el duelo entre el “forajido” Burt Lancaster y el “héroe” Gary Cooper termina en una asociación delictiva– o incluso el disfraz para esa alegoría política (para muchos, “el western que gustan los que odian el western”) de A la hora señalada (1952), de Fred Zinnemann, que “funcionaba” como una denuncia del maccartismo.
Y después, claro, Clint Eastwood. Eastwood vivió los últimos días de los grandes estudios, y conoció el western a partir de sucedáneos: la serie de televisión Rawhide (1959-1965) y el spaghetti-western de Sergio Leone. Lo primero es una trivialización; mientras que el trabajo de Leone implicaba tomar lo que aún decía cosas universales del género e incorporarlos a una sensibilidad libresca, muchas veces irónica. Es extraño, pero ese subgénero ítalo-hispano que marca a fuego formalmente a Tarantino (no sólo en Django, sino también en Kill Bill –2003/2004– o Bastardos sin gloria –2009–, que no carecen de puntos de contacto con Leone, quizás el primer maestro del reciclaje de formas populares) no fue la opción de Eastwood, su hijo dilecto. Eastwood más bien intentó reconducir al espectador al género con ficciones como La venganza del muerto (1973) o su propia versión, Jinete pálido (1985), de la mitológica Shane. Pero como la mayoría de los realizadores posteriores a la muerte de los estudios, cree que es una forma muerta: de allí esa mirada trágica y lóbrega del Oeste, esa voluntad de desmitificarlo todo que recorre la oscura Los imperdonables (1992).
Es que el Oeste, ocupado finalmente por la civilización, se vuelve un mal recuerdo: el cowboy todavía representaba la posibilidad de una vida más cercana a la naturaleza. Pero las ciudades y el orden liberal-tecnocrático acabaron con ella (esa es la nostalgia de Ford, eso explica el trayecto de lo abierto a lo cerrado del filme de Tarantino) para mutar en las oscuridades del thriller. Los cowboys que quedan son los pocos policías honestos y de armas tomar (en la cima, el gran John McClane de Duro de matar –1988–, pero también los agonistas de los filmes de Walter Hill, o el Snake Plissken de Fuga de Nueva York –1981–) que no pueden proyectar esperanzas en el paisaje. Y aunque haya algún resistente –el notable Kevin Costner con la sublime Pacto de justicia (2003)–, el hecho de que Tarantino triunfe entre público y crítica con la iconografía de este género implica algo notable.
No es que el público no quiera ver un western sino que Hollywood ha decidido no proponerlo. Pero sus dilemas, sus personajes y sus formas se han trasladado a otras topografías: ¿Qué son la Star Trek (2009) de J.J. Abrams o la ignorada Serenity (2005) de Joss Whedon sino westerns? ¿Acaso no funcionó como burla de Avatar (2010) compararla con Danza con Lobos (1990) (de todos modos, dos obras maestras)? En el fondo, lo que ha volcado al western fuera de las pantallas es la prepotencia de la corrección política, que es ni más ni menos la manera de esconder que el gran conflicto americano (de toda la América) no ha encontrado solución en los Estados Unidos como su vulgata pretende. Aún vivimos en la disyuntiva entre civilización y barbarie, y el western, ese gran cine, siempre ha sido el escenario de esa batalla. En última instancia, quizás Tarantino utilice el género para decir que la única alternativa en estos tiempos represivos y reprimidos no es la civilización sino orientar la barbarie al lado luminoso de lo moral. Apuesta arriesgada, pero por cierto original.

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