13/11/12

Cine en Colombia: crece en la impopularidad

La lucha de la industria cinematográfica en Colombia no es sólo una cuestión de producción y de acceso, sino de goce y popularidad

Imagen de La Sirga, una de las 12 películas nacionales estrenadas este año en Colombia. /elespectador.com

Una nueva ley de cine, un furor en la producción de largometrajes, el despegue de una industria que promete convertir al país en la meca suramericana del celuloide. El problema: nunca una película colombiana ha superado dos millones de boletas vendidas y el cine tiene hoy menos de la mitad de la audiencia que tenía en 1998.
A los colombianos no nos gusta ir al cine. O por lo menos así lo evidencia la escasa venta de boletería y la última encuesta de consumo de medios, en la que el cine ocupa el último lugar en las preferencias de los ciudadanos, por debajo de la televisión, la radio, las revistas, internet y la prensa. En 1998 gozaba de 10,2 puntos de audiencia y hoy sólo tiene 3,2. ¿Qué pasará con una industria que crece sin que la audiencia goce de ella?
La lucha de la industria cinematográfica en Colombia no es sólo una cuestión de producción y de acceso, sino de goce y popularidad. Hoy se producen el doble de películas que hace cinco años, es continua la apertura de salas de proyección y el precio de la boletería es comparativamente más económico que hace 10 años (desde $3.000). Con 68 largometrajes listados por el Ministerio de Cultura para 2012, y al menos 30 con fecha de estreno, somos testigos de la mejor época de la industria nacional. Aun así, los colombianos no gustamos del séptimo arte y mucho menos si se trata de películas colombianas.
Desde el año 1993, cuando asistimos al estreno de dos de las más grandes cintas nacionales: La gente de la Universal, de Felipe Aljure, y La estrategia del caracol, de Sergio Cabrera, la industria nacional empezó a crecer rápidamente: en 2010 se estrenaron en el país 12 películas, 18 en 2011 y hay más de 30 previstas para 2012. Sin embargo, su audiencia no ha crecido en la misma proporción. Según el último informe del sector, en 2011 se vendieron en Colombia 38 millones de boletas, 0,8 por cada habitante. En México, por ejemplo se vendieron 205 millones de boletas, casi dos por mexicano, y en España, que tiene una población similar a la colombiana, con 47 millones de habitantes, se reportaron 98 millones de boletas.
Una de las hipótesis sobre la poca popularidad del cine colombiano tiene que ver con que pareciera estar encasillado en la comedia y la violencia como las dos únicas maneras de hablar sobre la cultura colombiana. Es larga la lista de cintas sobre drogas, capos y muerte: María, llena eres de gracia (2004), El Rey (2004), El Colombian Dream (2006), Perro como perro (2008), Los actores del conflicto (2008), El arriero (2009), La pasión de Gabriel (2009), Sin tetas no hay paraíso (2010), Los colores de la montaña (2011), y muchas más. Como también es extensa la de películas cómicas: Te busco (2002), El carro (2002), Mi abuelo, mi papá y yo (2005), Ni te cases, ni te embarques (2008), In fraganti (2009), El paseo (2010), Mamá, tomate la sopa (2011), y muchas otras, la mayoría dirigidas por Dago García y estrenadas en las salas el 25 de diciembre.
Esto coincide con los temas de las dos películas más taquilleras en toda la historia de la cinematografía nacional: El paseo (2010), con 1’208.000 boletas vendidas, y Soñar no cuesta nada (2006), con 1’198.000. La primera es una historia familiar, que exagera el gusto popular y se basa en el chiste del lenguaje, y la segunda, una cinta de narcodólares, ambición, Farc, militares y ganas de salir de pobres.
Teóricos como Jesús Martín Barbero y Daniel Pécaut han dicho que en Colombia nos contamos desde una retórica de la violencia y aprendimos sobre la nación colombiana a partir de dos grandes libros: Cien años de soledad y La vorágine. El primero arranca en un pelotón de fusilamiento y el segundo dice: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”. Esto explica, en parte, que la televisión y el cine utilicen este mismo relato en nosotros, la audiencia educada con esta literatura. También explica que géneros como la ciencia ficción o el terror, cuyas expresiones literarias son muy escasas, sean a su vez inexploradas en el cine.
Desde el año 2011, con el boom de las producciones nacionales, se nota un intento por innovar el relato y empezar a hablar de conflictos menos narco y más universales, que hasta ahora eran objeto de documentales o cortometrajes. Cintas como Sofía y el terco, Sin palabras o Gordo, calvo y bajito (todas de 2012) son una apuesta por poner en escena la colombianidad en situaciones convencionales como el amor entre un nativo y una emigrante, la rutina del matrimonio y los problemas laborales. El estreno entre 2012 y 2013 de tres películas sobre indígenas denota un interés por llevar a la pantalla el patrimonio intangible: Arijuna, una historia de un grupo de militares nazis que desembarcan en la Costa Caribe y conocen a los wayúu en los años cuarenta; Putchipuu, la historia de un palabrero del clan epieyú de la etnia wayúu, y El Féretro, que cuenta los ritos de la muerte y la penetración del conflicto entre los uitotos del Amazonas. Así mismo, con el estreno de tres películas de drama y terror entre 2011 y 2012: El páramo, La cara oculta y El resquicio, se percibe un intento por ahondar en la narrativa del terror y el suspenso, poco usual en el cine nacional.
En la categoría de conflicto, que seguirá siendo nuestro relato cinematográfico por excelencia, son interesantes las nuevas miradas que se pretenden con cintas como La Sirga, La Playa D.C., Chocó y La captura (todas del 2012), en las que no priman la acción y la aventura, sino los efectos perversos, duraderos e invisibles de la guerra en niños, afrodescendientes, mujeres, indígenas...
También cabe resaltar el uso de unos modelos de crimen más universales y menos narcocolombianos, como en el caso de la última película de Ricardo Gabrielli, La lectora (2012), en la que los policías son hombres apuestos y fornidos, con uniformes que dejan ver sus fuertes bíceps; los criminales visten de traje negro y buscan un maletín misterioso (como el de Pulp Fiction), y los protagonistas saltan de un puente peatonal para caer suspendidos en la carga de arena de un camión.
Esto no quiere decir que el relato narco haya desaparecido. Tal vez no lo vaya a hacer por lo menos en los próximos 20 o 30 años, mientras sigamos intentando comprender las huellas culturales de un fenómeno tan complejo. Y por eso tampoco es de extrañarse que la película que representará al país el próximo febrero en la 85ª edición de la entrega de los Premios de la Academia sea El cartel de los sapos, y que para 2013 ya estén listas cintas como La Reina, sobre el cartel de Cali; El sargento Matacho, sobre la época de la violencia bipartidista; El azul del cielo, sobre secuestros, y Pescador, sobre cargamentos de cocaína.
El cine en Colombia es una industria de 115 años que no termina de comprenderse. A diferencia de la televisión, que llegó al país con 20 años de retraso, el cine fue un invento que aterrizó en Colombia dos años después de ser presentado por los hermanos Lumiére en París en 1895. Le tomó consolidarse más de 40 años debido a las guerras de principio del siglo y al cierre de los únicos laboratorios de películas en la década de los treinta.
En los años sesenta y setenta creció como industria gracias al trabajo de personajes como Carlos Mayolo, Hernando Guerrero, Luis Ospina y Andrés Caicedo que, con la ayuda del primer fondo del cine Focine (1979-1993), iniciaron la exploración de relatos colombianos. Desde ese momento se hablaba del cine de la “pornomiseria”, y del cine de comedia con las cintas de Gustavo Nieto Roa, como Esposos en vacaciones (1978) y El taxista millonario (1979).
El cierre de Focine en 1993 estancó el desarrollo cinematográfico en Colombia por 10 años, en los que no hubo incentivos para la producción nacional. En 2003 se aprobó la Ley de Cine (Ley 814 de 2003, y su nueva versión, Ley 1556 de 2012), con el fin de despertar una industria que había sorprendido con películas como Golpe de estadio (1998), La vendedora de rosas (1998) y Soplo de vida (2000). Desde entonces, nuevos productores son apoyados por el Fondo para el Desarrollo Cinematográfico que coordina el Ministerio de Cultura y que en su catálogo de 2012 tiene listados 68 largometrajes.
Hoy, cuando se puede hablar del momento dorado del cine nacional, todavía son muy parcas las respuestas del público. En Colombia hay dos categorías de cine que no existen en otro país: el cine arte y el cine colombiano. Como si se tratara de géneros cinematográficos como el drama, la comedia, el suspenso o el thriller, las salas de cine y las tiendas de distribución categorizan el cine que no es de Hollywood bajo la etiqueta de cine arte (con un aire de incomprensión y complejidad) y al cine colombiano como... cine colombiano.
Nunca una película colombiana ha logrado superar los dos millones de boletas vendidas. Este año, cuando se estrenaron al menos dos cintas nacionales por mes, cabe preguntarse si hay audiencia para tantas producciones. Y pensar si, antes de elevar la producción nacional a punta de la distribución de recursos, falta hacer una reflexión colectiva sobre el sentido del séptimo arte en el país y la necesidad de descubrir que la cultura y el entretenimiento no son exclusivos de Hollywood. Es eso o seguir haciendo películas que sólo sean aplaudidas en festivales fuera del país.

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