La lucha de la industria cinematográfica en Colombia no es sólo una cuestión de producción y de acceso, sino de goce y popularidad
Imagen de La Sirga, una de las 12 películas nacionales estrenadas este año en Colombia. /elespectador.com |
Una nueva ley de cine, un furor en la producción de largometrajes, el
despegue de una industria que promete convertir al país en la meca
suramericana del celuloide. El problema: nunca una película colombiana
ha superado dos millones de boletas vendidas y el cine tiene hoy menos
de la mitad de la audiencia que tenía en 1998.
A los colombianos
no nos gusta ir al cine. O por lo menos así lo evidencia la escasa venta
de boletería y la última encuesta de consumo de medios, en la que el
cine ocupa el último lugar en las preferencias de los ciudadanos, por
debajo de la televisión, la radio, las revistas, internet y la prensa.
En 1998 gozaba de 10,2 puntos de audiencia y hoy sólo tiene 3,2. ¿Qué
pasará con una industria que crece sin que la audiencia goce de ella?
La
lucha de la industria cinematográfica en Colombia no es sólo una
cuestión de producción y de acceso, sino de goce y popularidad. Hoy se
producen el doble de películas que hace cinco años, es continua la
apertura de salas de proyección y el precio de la boletería es
comparativamente más económico que hace 10 años (desde $3.000). Con 68
largometrajes listados por el Ministerio de Cultura para 2012, y al
menos 30 con fecha de estreno, somos testigos de la mejor época de la
industria nacional. Aun así, los colombianos no gustamos del séptimo
arte y mucho menos si se trata de películas colombianas.
Desde el
año 1993, cuando asistimos al estreno de dos de las más grandes cintas
nacionales: La gente de la Universal, de Felipe Aljure, y La estrategia
del caracol, de Sergio Cabrera, la industria nacional empezó a crecer
rápidamente: en 2010 se estrenaron en el país 12 películas, 18 en 2011 y
hay más de 30 previstas para 2012. Sin embargo, su audiencia no ha
crecido en la misma proporción. Según el último informe del sector, en
2011 se vendieron en Colombia 38 millones de boletas, 0,8 por cada
habitante. En México, por ejemplo se vendieron 205 millones de boletas,
casi dos por mexicano, y en España, que tiene una población similar a la
colombiana, con 47 millones de habitantes, se reportaron 98 millones de
boletas.
Una de las hipótesis sobre la poca popularidad del cine
colombiano tiene que ver con que pareciera estar encasillado en la
comedia y la violencia como las dos únicas maneras de hablar sobre la
cultura colombiana. Es larga la lista de cintas sobre drogas, capos y
muerte: María, llena eres de gracia (2004), El Rey (2004), El Colombian
Dream (2006), Perro como perro (2008), Los actores del conflicto (2008),
El arriero (2009), La pasión de Gabriel (2009), Sin tetas no hay
paraíso (2010), Los colores de la montaña (2011), y muchas más. Como
también es extensa la de películas cómicas: Te busco (2002), El carro
(2002), Mi abuelo, mi papá y yo (2005), Ni te cases, ni te embarques
(2008), In fraganti (2009), El paseo (2010), Mamá, tomate la sopa
(2011), y muchas otras, la mayoría dirigidas por Dago García y
estrenadas en las salas el 25 de diciembre.
Esto coincide con los
temas de las dos películas más taquilleras en toda la historia de la
cinematografía nacional: El paseo (2010), con 1’208.000 boletas
vendidas, y Soñar no cuesta nada (2006), con 1’198.000. La primera es
una historia familiar, que exagera el gusto popular y se basa en el
chiste del lenguaje, y la segunda, una cinta de narcodólares, ambición,
Farc, militares y ganas de salir de pobres.
Teóricos como Jesús
Martín Barbero y Daniel Pécaut han dicho que en Colombia nos contamos
desde una retórica de la violencia y aprendimos sobre la nación
colombiana a partir de dos grandes libros: Cien años de soledad y La
vorágine. El primero arranca en un pelotón de fusilamiento y el segundo
dice: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi
corazón al azar y me lo ganó la Violencia”. Esto explica, en parte, que
la televisión y el cine utilicen este mismo relato en nosotros, la
audiencia educada con esta literatura. También explica que géneros como
la ciencia ficción o el terror, cuyas expresiones literarias son muy
escasas, sean a su vez inexploradas en el cine.
Desde el año 2011,
con el boom de las producciones nacionales, se nota un intento por
innovar el relato y empezar a hablar de conflictos menos narco y más
universales, que hasta ahora eran objeto de documentales o
cortometrajes. Cintas como Sofía y el terco, Sin palabras o Gordo, calvo
y bajito (todas de 2012) son una apuesta por poner en escena la
colombianidad en situaciones convencionales como el amor entre un nativo
y una emigrante, la rutina del matrimonio y los problemas laborales. El
estreno entre 2012 y 2013 de tres películas sobre indígenas denota un
interés por llevar a la pantalla el patrimonio intangible: Arijuna, una
historia de un grupo de militares nazis que desembarcan en la Costa
Caribe y conocen a los wayúu en los años cuarenta; Putchipuu, la
historia de un palabrero del clan epieyú de la etnia wayúu, y El
Féretro, que cuenta los ritos de la muerte y la penetración del
conflicto entre los uitotos del Amazonas. Así mismo, con el estreno de
tres películas de drama y terror entre 2011 y 2012: El páramo, La cara
oculta y El resquicio, se percibe un intento por ahondar en la narrativa
del terror y el suspenso, poco usual en el cine nacional.
En la
categoría de conflicto, que seguirá siendo nuestro relato
cinematográfico por excelencia, son interesantes las nuevas miradas que
se pretenden con cintas como La Sirga, La Playa D.C., Chocó y La captura
(todas del 2012), en las que no priman la acción y la aventura, sino
los efectos perversos, duraderos e invisibles de la guerra en niños,
afrodescendientes, mujeres, indígenas...
También cabe resaltar el
uso de unos modelos de crimen más universales y menos narcocolombianos,
como en el caso de la última película de Ricardo Gabrielli, La lectora
(2012), en la que los policías son hombres apuestos y fornidos, con
uniformes que dejan ver sus fuertes bíceps; los criminales visten de
traje negro y buscan un maletín misterioso (como el de Pulp Fiction), y
los protagonistas saltan de un puente peatonal para caer suspendidos en
la carga de arena de un camión.
Esto no quiere decir que el relato
narco haya desaparecido. Tal vez no lo vaya a hacer por lo menos en los
próximos 20 o 30 años, mientras sigamos intentando comprender las
huellas culturales de un fenómeno tan complejo. Y por eso tampoco es de
extrañarse que la película que representará al país el próximo febrero
en la 85ª edición de la entrega de los Premios de la Academia sea El
cartel de los sapos, y que para 2013 ya estén listas cintas como La
Reina, sobre el cartel de Cali; El sargento Matacho, sobre la época de
la violencia bipartidista; El azul del cielo, sobre secuestros, y
Pescador, sobre cargamentos de cocaína.
El cine en Colombia es una
industria de 115 años que no termina de comprenderse. A diferencia de
la televisión, que llegó al país con 20 años de retraso, el cine fue un
invento que aterrizó en Colombia dos años después de ser presentado por
los hermanos Lumiére en París en 1895. Le tomó consolidarse más de 40
años debido a las guerras de principio del siglo y al cierre de los
únicos laboratorios de películas en la década de los treinta.
En
los años sesenta y setenta creció como industria gracias al trabajo de
personajes como Carlos Mayolo, Hernando Guerrero, Luis Ospina y Andrés
Caicedo que, con la ayuda del primer fondo del cine Focine (1979-1993),
iniciaron la exploración de relatos colombianos. Desde ese momento se
hablaba del cine de la “pornomiseria”, y del cine de comedia con las
cintas de Gustavo Nieto Roa, como Esposos en vacaciones (1978) y El
taxista millonario (1979).
El cierre de Focine en 1993 estancó el
desarrollo cinematográfico en Colombia por 10 años, en los que no hubo
incentivos para la producción nacional. En 2003 se aprobó la Ley de Cine
(Ley 814 de 2003, y su nueva versión, Ley 1556 de 2012), con el fin de
despertar una industria que había sorprendido con películas como Golpe
de estadio (1998), La vendedora de rosas (1998) y Soplo de vida (2000).
Desde entonces, nuevos productores son apoyados por el Fondo para el
Desarrollo Cinematográfico que coordina el Ministerio de Cultura y que
en su catálogo de 2012 tiene listados 68 largometrajes.
Hoy,
cuando se puede hablar del momento dorado del cine nacional, todavía son
muy parcas las respuestas del público. En Colombia hay dos categorías
de cine que no existen en otro país: el cine arte y el cine colombiano.
Como si se tratara de géneros cinematográficos como el drama, la
comedia, el suspenso o el thriller, las salas de cine y las tiendas de
distribución categorizan el cine que no es de Hollywood bajo la etiqueta
de cine arte (con un aire de incomprensión y complejidad) y al cine
colombiano como... cine colombiano.
Nunca una película colombiana
ha logrado superar los dos millones de boletas vendidas. Este año,
cuando se estrenaron al menos dos cintas nacionales por mes, cabe
preguntarse si hay audiencia para tantas producciones. Y pensar si,
antes de elevar la producción nacional a punta de la distribución de
recursos, falta hacer una reflexión colectiva sobre el sentido del
séptimo arte en el país y la necesidad de descubrir que la cultura y el
entretenimiento no son exclusivos de Hollywood. Es eso o seguir haciendo
películas que sólo sean aplaudidas en festivales fuera del país.
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