El director Aleksander Sokurov obtiene el triunfo en un festival de gran nivel - La favorita, Shame, logra los premios al mejor actor y el de la crítica
El director Aleksander Sokurov obtiene el triunfo con un indigerible Fausto, según el crítico de estas notas, en un festival de gran nivel.foto:Alessandro Bianchi.fuente:elpais.com
Si hiciéramos una lista de las películas que han desdeñado el palmarés de los festivales (todavía recuerdo con estupor que en el festival de San Sebastián despreciaron Muerte entre las flores y Promesas del Este) un cinéfilo medianamente sensato, no un falsario que escribe al dictado de lo que se supone que mola en la mercadería cultural, creería que esos selectos jurados se habían comido un tripi chungo o que el excesivo alcohol había enloquecido sus neuronas, al constatar su amor hacia un cine invisible e inaudible. Aronofsky, ese director, antiguamente insoportable, que ha descubierto en sus últimas y sobrevaloradas películas que gracias al redimido Mickey Rourke y la siempre admirable Natalie Portman podía vender adornadas y presuntamente inquietantes burras ciegas, ha concedido el León de Oro a la insufrible Fausto, una prescindible adaptación del complejo mito que describió Goethe a cargo del temible director ruso Aleksander Sokurov. Lo hace con imágenes, pensamientos, diálogos y personajes dormitivos. Sokurov, que es un esteta muy original, comienza la historia del hombre que vendió su alma al diablo con el minucioso plano del pene y los testículos de un cadáver al que morosamente le van sacando las tripas y otros órganos en descomposición. Qué rompedor ese arranque, qué naturalismo tan necesario para explicar lo que va a ocurrir en el convulsionado cerebro de un médico que constata las miserias de la naturaleza humana y se plantea los dilemas y el precio para lo que quiere conseguir en la tierra. El desarrollo de esa indagación moral es plúmbeo. Se supone que las supuestas obras de arte están amortizadas aunque el gran público no tenga la oportunidad de juzgarlas ya que los fenicios distribuidores siempre están pendientes de esas cosas tan miserables de la oferta y la demanda. Y descubres que lo que la sublime inteligencia y el gusto exquisito de los jurados ha bendecido no se estrena comercialmente, o si lo hace durante una injusta y trágica semana, provoca una estupefacción notable aunque los críticos la hayan colocado en el número uno de su sonrojante hit parade.
El premio al mejor director le ha caído al señor chino que firmaba esa película sorpresa de la que tuvimos que salir echando hostias porque en la proyección de la mañana los subtítulos eran un desastre surrealista y en la proyección de la noche se quemó el proyector. En lo que vi hasta ese momento había planos de cinco minutos con el hierático rostro de un fulano planeando su venganza. Seguro que al final todo tenía sentido, pero mi irresponsabilidad no lo puede constatar.
El camaleónico actor Michael Fassbender es tan bueno que no logro identificarle de una película a otra. Es una forma privilegiada de ser muchos hombres a la vez, tan respetable para mis gustos como esos Cary Grant, John Wayne, Humphrey Bogart y Robert Mitchum que siempre parecía que se interpretaban a sí mismos. El premio a la mejor actriz, concedido a la china Deannie Yip, me acerca al desolador universo de una residencia de ancianos. Me conmueve. No puedo ser objetivo ya que el alzhéimer y la demencia senil de mis seres más amados protagonizan desde hace tiempo mi realidad y mis pesadillas. Terraferma va de pescadores bondadosos y en crisis de supervivencia que ofrecen refugio a los desgraciados de las pateras. Vale.
El premio al mejor guion, concedido a la película griega Alpis, confirma el amor del jurado hacia las tramas retorcidas. Aquí cuentan la historia de unos vividores místicos que reemplazan ilusoriamente a los difuntos para que en un juego macabro los familiares se convenzan a sí mismos de que sus seres más cercanos siguen vivos y oficiando sus rituales. El mayor problema es que hasta que pasa una hora no te enteras de nada. Vale. El paisaje de Yorkshire está muy bien captado en la fotografía de la nueva e inútil adaptación que ha hecho Andrea Arnold de la torrencial y conmovedora novela Cumbres borrascosas. Vale.
La sección oficial de esta Mostra ha tenido la mejor programación que yo recuerdo en un festival de cine durante los últimos años. Los premios han sido mayoritariamente delirantes, o tal vez muy consecuentes con los gustos de su viscoso director Marco Müller, alguien tan mezquino como para enviarme en los últimos años al hotel más extremo del Lido, o para negar este año la invitación ancestral que este festival hacía durante determinados días al periódico al que represento, al tiempo que respetaba esa hospitalidad con el resto de los diarios españoles. Encontraría normal que ante mis repetidas críticas a su asqueroso mandato enviara a unos sicarios para que me lanzaran a la laguna o que me reprochara personalmente mis acervos juicios sobre su devastador mandato. Pero ese melifluo animador cultural, con laboriosa apariencia de astronauta chino, tan progresista y políglota él, ha intentado cerrarme mi irreverente boquita con la metodología del facherío prepotente. Como no creo en el infierno, tampoco puedo deseárselo a un gestor que convirtió un festival estimulante en el paraíso del cine más atroz. Y la vida sigue, Marco Müller. La gente como usted siempre encuentra sabroso trabajo en todos los acontecimientos académicos, representan a la conciencia escéptica y comprometida en el corrompido Occidente. Sería espantoso tener que optar entre la derecha, representada por el intolerable Berlusconi, o la izquierda que usted ha pretendido apadrinar en las impresentables ediciones en las que ha sido el responsable de la Mostra. Si a un niño o a un adolescente medianamente receptivo le contaran que el cine es la mayoría de las películas que usted ha exhibido durante estos años, jamás podría enamorarse de él. Lo consideraría una tortura a evitar con uñas, pensamiento, sensibilidad y dientes.
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