12/1/12

Mientras pase el temblor

Visto como barómetro social y entretenimiento masivo, el cine de Hollywood estrenado durante el año pasado, sintomatizó la crisis del capitalismo global con filmes maquinales donde la concepción del triunfo se ha modificado o donde las narraciones parecen desplazarse hacia otros tiempos y culturas
Transformers 3, de Michael Bay. foto.fuente: Revista Ñ

Si hay un logro del que puede vanagloriarse la Historia es el de enseñarle al hombre que sus ideologías están lejos de la imbatibilidad. Incluso aquellas en apariencia más herméticamente amalgamadas y asentadas encuentran fallas que, de persistir en el tiempo, conllevan a una crisis doctrinal. La especulación financiera significó, entonces, la anomia que derruyó gradualmente el capitalismo hasta explotarlo en septiembre de 2008. La quiebra de Lehman Brothers y el rescate de la aseguradora AIG significaron el puntapié inicial de un período en el que el futuro del sistema es pura incertidumbre.

Tres años después, las producciones audiovisuales enarbolan su doble condición de barómetro social y entretenimiento masivo sintomatizando las principales coordenadas de la coyuntura para devolver a la pantalla diversas respuestas ante las necesidades recreativas del público. Películas rabiosamente analógicas y maquinales, la desambiguación entre éxito y triunfo y el desplazamiento temporal de las narraciones: todo está a la orden del día en el cine y las series de la crisis económica.


Adiós al resultadismo

El subgénero deportivo engloba un conjunto de características comunes en la mayoría de sus exponentes. Más allá de las especificidades propias de cada caso, las narraciones describen el descenso y posterior ascenso de un protagonista bonachón al que el desenlace lo encuentra generalmente triunfante, venciendo tanto al rival de turno como a la propia adversidad. Son historias de corrimientos de los límites físicos y espirituales en busca de un objetivo macro, fábulas de superación personal ante escollos en apariencia insalvables. Sin embargo, los avatares monetarios modificaron la concepción de triunfo y de los procedimientos para obtenerlo: ahora una victoria no implica necesariamente ganar.

Billy Beane (Brad Pitt) es el protagonista absoluto de El juego de la fortuna, recién estrenado filme de Bennett Miller. Representante general de un equipo de béisbol aquejado en partes iguales por los malos resultados y los balances contables en rojo, está atado de pies y manos para contratar refuerzos de fuste. Lo curioso es que, ante eso, Beane no busca obtener dinero extra para solventar los gastos. Todo lo contrario: película y protagonista parten de la imposibilidad aceptada e incuestionable de conseguirlo. Incluso ni siquiera se atisba la búsqueda monetaria como posible solución, desplazando así el eje a la optimización de los recursos presentes. Se trata de obtener la máxima relación entre la inversión del pase de un jugador y el beneficio traducido en el potencial rendimiento deportivo. Para eso será fundamental el trueque, el regateo, la negociación y la picardía.

Como en Larry Crowne, dirigida por Tom Hanks, otra película cocinada al calor de la crisis, el tema central es la aceptación y pronta adecuación al contexto para, desde ahí, pelear con nobleza, inteligencia e hidalguía. Quizá así se entiende la poca relevancia del resultado final de la liga: en este panorama el triunfo no es sinónimo de la obtención de un título. El juego de la fortuna certifica que competitividad no se compra. Sólo es cuestión de saber buscarla.

Sobre una matriz deportiva similar nació la excelente Gigantes de acero. Ambientada en 2020 (ya se hablará del desplazamiento cronológico de las narraciones), la película de Shawn Levy plantea un mundo en el que la avidez de sangre y violencia sin límites ni pautas por parte del público hizo del boxeo una disciplina de robots manejados por computadora o control remoto. Ex pugilista, Charlie Kenton (Hugh Jackman) es un promotor que vive de las apuestas ilegales y de la compra y venta –otra vez la optimización de recursos monetarios– de los gigantes del título.

Más allá de lo disímiles de las propuestas, Levy establece una diálogo directo con Miller: si El juego de la fortuna hablaba del armado de un equipo con jugadores originalmente menospreciados, aquí se parte de que la solución está en la reutilización de aquellos productos desechados errónea y apresuradamente por el capitalismo menguante. Gigantes de acero es, ante todo, una cachetada a un sistema amante de lo efímero y descartable, un cross a la mandíbula de la tecnologización innecesaria y abusiva de las sociedades modernas.

Charlie y su hijo Max marchan a la redención traccionados por la fuerza y resistencia de un robot de primera generación encontrado en un basurero. Y al igual que en El juego de la fortuna, el resultado es lo de menos porque batallan contra las propias limitaciones. De allí que la pelea final contra la contrafigura de turno, encarnada por una máquina de última generación, tiene una función narrativa e ideológica. "Para mí está bien ser el campeón del pueblo", reconoce Max luego de la derrota. Lejos de una tristeza inherente a una cosmovisión pregonera del éxito a toda costa y a un modo de vida donde el tener se antepone al ser, Levy apuesta a un cambio en la concepción de éxito de las generaciones venideras premiando a los segundos por el esfuerzo y voluntarismo con un plano final en contrapicado bello y luminoso. El pequeño es el héroe de otra película en la que la victoria, se dijo más arriba, ya no implica ganar.


El cine material(ista)

"Un ingeniero de verdad construye puentes. Un ingeniero de finanzas construye sueños", reflexiona uno de los expertos que desglosa causas y consecuencias de la crisis económica en el documental Trabajo confidencial (Charles Ferguson, 2010). La mención al inconsciente tiene su correspondencia en la terminología abstracta y repleta de tecnicismos que se popularizó desde 2008. Desde entonces, la comprensión de la coyuntura internacional es una tarea ciclópea para aquellos poco avezados en ese argot, generando el desconcierto generalizado de millones de deudores limitados a la pasiva tarea de ver cómo los bancos y prestamistas de turno engrosan sus arcas gracias a las bondades del Estado mientras ellos pierden sus bienes.

Ni lento ni perezoso, Hollywood responde a esto con productos antitéticos a las principales características de la crisis. De esa forma, ante una recesión causada por el uso y abuso de elementos no materiales y la continuidad en el tiempo de fenómenos impalpables ("productos derivados", "hipotecas sub-prime", "cadena de bursatilización", "apalancamientos", "seguros de impago de deuda" y un largo etcétera), la industria audiovisual genera historias centradas en la materialidad física de sus criaturas, en la tracción de las máquinas y en la visibilidad plena de los objetos.

Desde la apuesta rabiosamente analógica de Rápido y furioso 5 (Justin Lin) –quizá la película donde más autos se aplastan en la historia del cine–, pasando por Transformers 3: El lado oscuro de la Luna (Michael Bay) o las naves espaciales de Súper 8 (J.J. Abrams) y Cowboys & Aliens (Jon Favreau), 2011 marcó el retorno a un cine físico y fibroso otrora perimido. Basta ver, por ejemplo, el trabajo sonoro de cada encontronazo metálico entre los robots de la mencionada Gigantes de acero. O Transformers 3, que eleva esa tendencia hasta el paroxismo. Más ruidosa y extensa que sus predecesoras, con una carga de destrucción arquitectónica insuperable, la película de Michael Bay está más preocupada por tirar abajo decenas de edificaciones prohijadas por el capitalismo que por enhebrar una mínima coherencia narrativa: un crimen perfecto contra la forma. Se trata, entonces, del paradigma de un cine en crisis: héroes extemporáneos, experiencias y problemáticas terrenas y una profunda carga de chauvinismo expresado en los Autobots defensores del statu quo norteamericano.

Imparable (Tony Scott, 2010) sube la apuesta adosándole una connotación laboral a su prepotencia física. Porque a la belleza maquinal y cinematográfica de ese símbolo del progreso industrialista que es la locomotora –cuya relación con la pantalla grande data prácticamente desde finales del siglo XIX–, Tony Scott le suma el protagonismo absoluto de dos trabajadores de clase media, un veterano maquinista ya cesanteado y su joven ayudante. Hombres de praxis resolutas, responden ante la falta de idoneidad empresaria subiéndose al tren que circula sin control en zonas urbanas para detenerlo. Y, claro, lo logran.
Así, Imparable es una fábula proletaria que crea un mundo donde todas las ideas salidas de los escritorios fallan y la solución llega desde el campo de la acción gracias a la práctica y la experiencia de un empleado ya desechado por su edad. Nuevo revés para el capitalismo, el trajinar biológico deviene en una virtud sin precio en un mundo con escasa liquidez y bienes materiales.


Hechizo del tiempo

Si la experiencia adquirida y la fuerza de trabajo son los puntos centrales de Imparable, en la recientemente estrenada El precio del mañana es el tiempo. O más precisamente su valoración en un futuro no muy lejano. Andrew Niccol imagina un mundo huxleyano dividido por castas sociales y con un capitalismo cuya unidad cambiaria será justamente el tiempo, el único bien hasta ahora igualitario e imposible de comprar.

Así, cada ser humano pagará sus gastos cotidianos con meses, días u horas que se descontarán progresivamente de un reloj digital interno que al llegar a cero produce la muerte instantánea de su poseedor. Más allá de su desenlace esperanzador, la premisa augura una larga vida al sistema: después de todo, siempre quedará algo por vender.

Sin embargo, El precio del mañana no es la única razón por la que el tiempo es protagonista de una cinematografía atravesada por la recesión. En ese sentido, si la vuelta a la materialidad física es un intento de recuperar la esencia analógica de un mundo apresado por la dependencia digital y globalizadora, los desplazamientos temporales de las narraciones significan un punto de fuga hacia entornos menos agresivos e impiadosos que el contemporáneo. Y como ocurre desde hace más de una década, las series marchan a la vanguardia. En línea –al menos cronológica– con Mad Men, Pan Am narra las vivencias de un grupo de azafatas del título durante la década del 60, misma época en que se ubica la acción de Súper 8. Difícilmente sea casual la confluencia temporal, sobre todo si se trata de los años en que la bonanza económica comenzada durante la Segunda Guerra Mundial, y que culminaría en los inicios de la década posterior con la devaluación del dólar respecto al oro, alcanzó su punto máximo.

Quizá el caso más interesante sea el de la serie Terra Nova, transmitida por Fox. "El mundo que dejaron atrás fue víctima de los instintos básicos de nuestra especie: codicia, guerra e ignorancia. Destruimos nuestro hogar", se lamenta el comandante Nathaniel Taylor (Stephen Lang) al recibir al décimo grupo de viajeros en la flamante colonia del título, refiriéndose a las condiciones socio ambientales del año 2149, punto de partida de la diligencia. Es que aquí no se trata de traslados "geográficos", sino temporales: una fractura descubierta durante una investigación científica posibilitó retroceder 85 millones de años y comenzar desde cero con la construcción de una nueva sociedad. Y también, por qué no, remendar desde allí los errores del presente.

El cine, en cambio, procesa el fenómeno con más lentitud. Si bien Gigantes de acero y El juego de la fortuna no trascurren en la actualidad, basta ver los estrenos anunciados para los próximos meses para magnificar el desplazamiento. Ya no se trata sólo de las grandes producciones, cuyos presupuestos inflados permiten la adecuación temporal a voluntad del director de turno, sino también de realizadores como Clint Eastwood, Robert Redford y Martín Scorsese. Incluso el bombástico Roland Emmerich (El día después de mañana, Godzilla, 2012) vio en la época shakeasperiana el ámbito ideal para su última película, Anonymous. En enero se develará si él, amante de la destrucción y el apocalipsis cinematográfico, logra superar la dureza de la poco venturosa realidad norteamericana.

9/1/12

Meryl Streep hace brillar a 'La Dama de Hierro

Gracias a su interpretación de Margaret Thatcher, la actriz está en boca del mundo. Perfil

La actriz Meryl Streep interpreta a Margaret Thatcher. foto.fuente:eltiempo.com


El pasado diciembre, no pocos se sorprendieron con que una mujer de 62 años fuera portada de la revista Vogue. Pero no se trataba de cualquier mujer, sino de una bellísima Meryl Streep, descrita por la publicación como "la más grande actriz americana" -que, a propósito, había brillado en el 2006 como la intratable Miranda Priestly, editora de una revista muy parecida a Vogue, en El diablo viste a la moda-.

En los días finales del 2011 y los primeros del nuevo año, Streep ha copado la atención de los medios gracias al estreno mundial de The Iron Lady, una película sobre la polémica ex primera ministra británica Margaret Thatcher.

El filme, de Phyllida Lloyd (Mamma mia!), que se estrenó en diciembre en Los Ángeles y Nueva York, y este fin de semana en el Reino Unido y España, se centra en la vejez de la poderosa política conservadora que dominó la escena pública británica, especialmente en los años ochenta.

Esta ola de interés puede hacernos pensar en una consagración de la actriz, en sus "15 minutos de fama", a la usanza de algunos íconos efímeros de la moda y el espectáculo. Pero Streep lleva cuatro décadas en la cumbre y se ha mantenido en ella -con ocasionales altibajos- sin necesidad de grandes aspavientos, sin feriar su vida privada, gracias a una férrea disciplina y, según las palabras del director del Festival de Berlín, que le entregará un Oso de Oro honorífico en febrero, a "su talento de múltiples facetas, que combina con facilidad papeles dramáticos y de comedia".

Se ha movido entre el teatro, el cine y la televisión. En ésta última debutó como actriz, en la miniserie Holocausto, por la que ganó un Emmy; uno de sus papeles más recientes para la pantalla chica, en otra miniserie, Ángeles en América (Mike Nichols, 2003), esta vez sobre el amor en los tiempos del sida, le significó el segundo Emmy de su carrera.

Desde la década del setenta, Meryl Streep y los otros grandes actores de su generación (Dustin Hoffman, Jack Nicholson, Robert de Niro, Al Pacino), en complicidad con una nueva camada de directores (Spielberg, Coppola, Scorsese, De Palma), reposicionaron el cine estadounidense, lo sacaron de su estancamiento creativo y le plantaron cara a la arrogancia del cine europeo de los grandes maestros. Entre todos demostraron que cine, arte y entretenimiento no eran términos excluyentes, y que un filme podía ser un hecho importante en la vida pública, hasta el punto de definir el carácter de una época.

De esos años de furia son sus primeras apariciones en filmes emblemáticos como El francotirador (Michael Cimino, 1979) y Manhattan (Woody Allen, 1979). El éxito y los dos únicos Óscares de su carrera llegaron temprano, por sendos papeles dramáticos: una esposa que se separa de su marido y enfrenta la pelea legal por la custodia de su hijo, en Kramer vs. Kramer (Robert Benton, 1979), y una inmigrante polaca en Nueva York con un turbio pasado que se remonta a la Segunda Guerra Mundial, la atormentada Sophie Zawistowski, en La decisión de Sophie (Alan J. Pakula, 1982).

Cambios de registro

Aunque la estatuilla dorada le ha sido esquiva desde entonces, la trayectoria de Streep abunda en cambios de registro y en desafíos creativos que han medido su temple. Algunas de sus interpretaciones han cimentado su prestigio como actriz especializada en papeles de mujer madura, ocasionalmente malvada, de cara siempre a dilemas morales y existenciales: abandonada por su marido y entregada a un escandaloso romance con un caballero en la época victoriana en La amante del teniente francés (Karel Reisz, 1981); solitaria ama de casa que tiene un breve, pero fundamental romance con un fotógrafo de paso por Iowa en Los puentes de Madison (Clint Eastwood, 1995); periodista del The New Yorker que se enfrenta al delirio de las historias que se cruzan en Ladrón de orquídeas (Spike Jonze, 2002).

Una Clarissa Vaughan siempre tan activa y preocupada por los otros, pero finalmente con las manos vacías en el conmovedor tríptico femenino de Las horas (Stephen Daldry, 2002), o una hermana Aloysius, en La duda (John Patrick Shanley, 2008), sagaz conocedora de los resortes del mal, y que termina desenmascarando al sacerdote Flynn (Philip Seymour Hoffman), en un magnífico cabeza a cabeza entre dos inmensos actores.

Gracias a estas y otras convincentes actuaciones, el público ha ido incorporando el expresivo rostro de Meryl Streep como un territorio familiar, amable, pese a todo, un "oasis" de verdad humana en medio del artificio y la banalidad del cine estadounidense actual. Incluso en comedias o musicales alejados del mundo de la vida, como Mamma mía!, hay algo entrañable y cercano que la Streep logra transmitirnos. Es la gran tradición de la actuación realista que se impuso en el cine de su país desde los años de Lee Strasberg y el Actor's Studio.

En su rol de la antipática 'Dama de Hierro', los críticos y espectadores admiran la capacidad de Streep para mimetizarse con los gestos y la voz de la Thatcher, imitar el acento británico de la Primera Ministra y encarnarla en buena parte del tiempo de la película en una edad más avanzada que la de la propia actriz.

"¿Hay algo que Meryl Streep no pueda hacer?", se pregunta Peter Travers, crítico de Rolling Stone. Y todo esto a despecho de que la propia película no alcanza a despertar mayores entusiasmos.

La actriz, por su parte, ha aprovechado para llamar la atención sobre el potencial de las buenas historias y la posibilidad de volver los ojos a personajes mayores, para oponerse al culto a la juventud y a la novedad que prolifera en la gran industria del cine occidental.

Meryl Streep pasará a la historia del cine como un rostro y múltiples voces. Es legendaria su capacidad para cambiar de acento, hablar el lenguaje particular de cada personaje o encontrar insólitas inflexiones a su tono de voz. Pero todo eso no es más que técnica. Lo esencial está en otra parte, un algo difícil de nombrar: carisma, inteligencia, humanidad, palabras con las cuales se define mejor a una diosa que ha accedido a bajar del Olimpo para encarnar la comedia humana y habitar entre nosotros.

Críticas y defensas

David Cameron lamentó la visión de la película

Ante las críticas a la película del primer ministro británico, David Cameron, en el sentido en que habla "más sobre el envejecimiento y la demencia que sobre una Primera Ministra estupenda", Meryl Streep respondió que la idea de 'The Iron Lady' es "penetrar en el ser humano, en un momento de soledad, al final de su vida", y que las críticas tienen que ver con el "estigma" que acompaña la senilidad.

No es la mejor pagada de Hollywood

A pesar de su prestigio y de ser considerada por muchos como la mejor actriz viva, Meryl Streep apareció en el 2011 en el puesto 10 del 'ranking' de las estrellas mejor pagadas de Hollywood. Sus ingresos fueron de 10 millones de dólares, según la revista 'Forbes'. Angelina Jolie y Sarah Jessica Parker, las mejores ubicadas, obtuvieron, en contraste, ingresos por 30 millones de dólares cada una.

Cinco imperdibles de una gran actriz

Kramer vs. Kramer, de Robert Benton, 1979.
Los puentes de Madison, de Clint Eastwood, 1995.
Ladrón de orquídeas, de Spike Jonze, 2002.
Las horas, de Stephen Daldry, 2002.
La duda, de John Patrick Sanley, 2008.