El director de Amantes protagonizó agrias polémicas con escritores como Marsé y Gala
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Vicente Aranda, director de cine español, fallecido ayer./elpais.com |
El director de cine barcelonés Vicente Aranda,
que falleció ayer a los 88 años en su casa de Madrid, deja tras de sí
una obra amplia y variada merecedora de numerosos premios, entre ellos
el Nacional de Cinematografía de 1988. También lega a la posteridad
numerosas polémicas con productores, actores y críticos, a los que
caricaturizó en alguna de sus películas. Fue Vicente Aranda un hombre
que no se mordía la lengua y que saltaba al ruedo a pecho descubierto.
Pero sobre todo fue un cineasta de talento al que se deben películas muy
notables y, desde luego, personales.
Sostenía que siempre había tenido quince años más de lo que le
correspondía, seguramente porque comenzó su carrera cinematográfica más
tarde que otros directores de su generación. Esperó hasta los 39 años
para dirigir su primera película, Brillante porvenir (1965), y
lo hizo al alimón con Román Gubern, también autor primerizo. Hasta
entonces Aranda había vivido en Venezuela, adonde se marchó a trabajar
en temas informáticos, abandonando su Barcelona natal. Fue, pues, tardío
en llegar al cine, y lo hizo, como presumía, “desde la nada a director,
es decir, sin ningún paso profesional intermedio”, pero de forma
contundente, como demuestran sus 25 largometrajes, a los que habría que
añadir los espléndidos trabajos que hizo para televisión, como Los jinetes del alba y El crimen del capitán Sánchez. Mostró en todos ellos una visión de la vida y de nuestro país, amarga y realista, irónica y lúcida.
Liberación erótica
Al principio destacó dentro del movimiento renovador que supuso la llamada Escuela de Barcelona —Fata Morgana (1965)—, y más tarde, ya en plena libertad creadora, rodó películas como Las crueles, La novia ensangrentada, Clara es el precio (1975), Cambio de sexo (1976), La muchacha de las bragas de oro (1980), Fanny Pelopaja (1984) o Amantes
(1991), esforzándose siempre en mostrar a personajes infelices que con
frecuencia encontraban una liberación a través del sexo: “La no
felicidad puede ser más creativa que la felicidad, más enriquecedora”,
opinaba.
Respecto al sexo, claro que le interesaba, aunque se haya calificado
de obsesión lo que para él era una reflexión sobre las turbulencias del
amor y el abismo al que suelen conducir las pasiones, “las dos partes de
la bomba, el amor y el sexo”. Destacadas fueron en este sentido ciertas
ardientes secuencias de Clara es el precio con Amparo Muñoz, o las de Amantes y Si te dicen que caí con Victoria Abril, que se convirtió en su actriz fetiche. Sin olvidar a Ana Belén en La pasión turca, Ornella Muti en El amante bilingüe, Laura Morante en La mirada del otro, o Fanny Cottençon en Fanny Pelopaja.
La carrera de Vicente Aranda estuvo jalonada de ciertos tropiezos
pero también de grandes éxitos como fueron, entre otros, las dos partes
del legendario El Lute (1987), o la ya citada ácida versión de las relaciones amorosas que despertaron el interés del público en La pasión turca (1994), La mirada del otro (1997), Celos (1999) o Juana la Loca
(2001). Inspirándose con frecuencia en novelas, conseguía traducir los
textos ajenos en obras propias. Hecho que molestó a Juan Marsé, del que
adaptó cuatro de sus novelas, disgusto que ocasionó un rifirrafe entre
ambos; el novelista declaró que Aranda no era Hitchcock ni le llegaba a
la suela de los zapatos, a lo que Aranda replicó que Marsé tampoco era
Gustave Flaubert. Luego, al parecer, recuperaron en parte su vieja
amistad. También Antonio Gala reaccionó indignado cuando vio la
traslación al cine de su novela La pasión turca.
Otras novelas de Vázquez Montalbán, Luis Martín Santos, Antonio Gala,
Gonzalo Suárez, Jesús Fernández Santos, Fernando Delgado o Juan Madrid
fueron adaptadas al cine por Aranda, así como los clásicos Carmen (2003) o Tirante el blanco (2006). Su última obra fue Luna caliente (2009),
con Eduard Fernández. En toda su filmografía jamás estuvo ausente el
humor a pesar del carácter aparentemente huraño, de perenne cascarrabias
con el que solía manifestarse. Ni cierto sentido del riesgo formal. “La
vanguardia es imprescindible pero hay que disimularla”, le gustaba
decir.
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