Como si hubiera
hecho una especie de fundido a negro, Felipe Aljure cambia de escena, a
una más profunda, luego de su anterior película, la excéntrica 'El
colombian dream', que estrenó hace ya diez años.
Ha sido una década de crecimiento profesional,
pero sobre todo de evolución interior, a sus 57 años, lo que se refleja
en 'Tres escapularios', el filme que trae al Festival de Cine de
Cartagena.
Con ella, les dice adiós a los grandes
presupuestos, a las producciones plagadas de camiones, al trancón de
luces y de cables. Su nueva cinta fue hecha en apenas 54 días,
incluyendo viajes, de los cuales 42 fueron de rodaje.
“La hicimos desde la óptica de una película muy
pequeña, no pretende ser una de gran formato –dice Aljure, acariciándose
la barba, cada vez más blanca–. Es una película de doce amigos
que tuvieron la idea de hacer un largometraje, cogimos cuatro carros, y
nos fuimos a hacer una película con una cámara de fotos. Literalmente”.
A diferencia de su ópera prima, La gente de la
Universal (1991), con la que quedó debiendo un millón de dólares; o de
El colombian dream, por la que duró años pagando deudas por más de 1.500
millones de pesos, esta vez dio a luz un largometraje con los 700
millones de pesos que se ganó en una convocatoria del Fondo de
Desarrollo Cinematográfico. Algo que dice mucho de su trabajo. Y del
momento actual del cine colombiano.
Aljure reivindica las nuevas posibilidades del
séptimo arte, quizás más lejos de las estrellas, pero más cerca al barro
del que estamos hechos, más profundo, más íntimo, más personal:
“Sentimos que el cine tiene una deuda histórica importante, por la
mordaza financiera y la mordaza tecnológica que ha tenido. El cine estaba distanciado por ese peso tecnológico y económico.
Ahora, al remover esas mordazas, con la plata de un premio y una
tecnología liviana, el cine puede comentar lo que debe comentar”.
Y lo que comenta Tres escapularios es una
reflexión sobre el acto de matar, sobre ese cierto ‘sicariato
ideológico’, por el cual un ser humano cree tener permiso para
dispararle a alguien porque lo considera políticamente justificado. Algo
que la película ironiza con una frase que está en el corto promocional:
‘Matar es malo, pero si lo haces por una noble causa, engrandece’.
El cineasta sintió que debía huir de la
“narración tóxica” de El colombian dream, de su estilo barroco,
recargado, y concibió un guion sencillo, inspirado en La Divina Comedia,
de Dante, en el que la gente se mueve en círculos, llegando hasta lo
más lejano, en este caso Tierrabomba, desde donde se ven los edificios
de Cartagena en lontananza, con los pies metidos en una playa sucia y
con vecinos desplazados por la opulencia.
Así, planteó una estructura que él mismo define
como “dos militantes, uno urbano y una guerrillera, que se encuentran y
cada uno trae su pena, y se van adentrando en un viaje en el que el
destino los señaló para que fueran en pareja, y eso los lleva a
enfrentar un momento de desobediencia, surgido de la ética”.
Aljure escribió el guion en el 2010 y coincidió con un momento de desencanto. Comenzó
en La Cocha (Nariño), a donde lo invitaron a un festival de cine, y esa
sensación de lejanía se le juntó con cierta desazón. Allí
nacieron la distancia y la belleza fotográfica del filme. Según él, no
es un guion pesimista, pero sí proviene de un momento de comprensión.
La cámara se solaza en mostrar la belleza del
trayecto de los protagonistas, bordeando el mar Caribe, como siguiendo
una línea del diálogo, que dice “qué pereza venir a matar gente en un
lugar tan bonito. Yo quisiera ser normal...”.
Reflexiona Aljure: “Es que este país es bonito
donde usted lo vea. Váyase usted de La Guajira al Chocó, todo el
Pacífico, el Amazonas, el Eje Cafetero... Todo es bonito. Lo que pasa es
que hay inequidad, y hay pobreza, y eso lleva a ciertos formatos de
asentamiento urbano. Aquí llegaron unos españoles, en concordancia con
su época, y desplazaron a los indígenas de los valles, y los mandaron al
piedemonte. Y luego llegó el café y los desplazaron de ahí y los
mandaron a la selva. Y luego llegó el perico y los desplazaron de la
selva, y están en los semáforos.
Tributo a los anónimos
Los personajes de Tres escapularios están siempre
en la periferia, no controlan sus vidas, reciben órdenes. El actor
principal, Mauricio Flórez, no solo lo hace metido en su papel, sino que
además parece poseído por el alma del propio Aljure. En cámara, su voz
es la del director, cuando habla de la relación cósmica entre las
personas y ciertos sucesos.
Y es que para el cineasta era importante mostrar a
esos personajes secundarios que, de golpe, cobran protagonismo: “En
este país, nos acostumbramos a que en los grandes titulares oímos los
nombres de los generales, de los comandantes paramilitares, de los jefes
guerrilleros, pero en realidad la guerra y la sangre la ponen los
anónimos, y son solo estadísticas. Eso se ha dicho mucho, pero no se ha
filmado. Había que meter la cámara en ese mundo anónimo y era muy
importante que los actores fueran completamente desconocidos”.
Esto sucede también con la actriz principal,
Isabel Jiménez, cuyo personaje se muestra rudo, casi sicópata, hasta que
en un monólogo, el mismo que le deparó el papel en la audición, explota
en confesiones personales que cambian por completo su imagen. “Ella
tiene la capacidad de romper el personaje y modificarnos la mirada
inicial de su crueldad impensable. Ahí empezamos a entender que ella es
un piñón más en una maquinaria de violencia que se ha construido por
siglos. Por eso, la película tiene esos coqueteos históricos y comienza
con la canción El indio sinuano, que habla del despojo de los españoles”, dice Aljure.
El director confesó alguna vez que hubiera
querido ser músico y, no en vano, la banda sonora es cuidadosa. Durante
largas noches en internet, buscó una canción que sirviera de cierre, sin
conseguirlo. Hasta que la web le devolvió un vallenato de Romualdo
Brito, que es el quejido por un soldado caído en combate. “Y esa viejita
que tanto a su Dios rogaba, pa’ que a su hijo nunca le pasara nada,
pero su Dios falló y no la quiso escuchar...”, dice en sus notas amargas
Alma en pena, un tema que parece compuesto para la película y cuyo
encuentro Aljure califica de “aterrador”.
“Sangre inocente riega la tierra y ahora mi
pueblo quiere olvidar”, reza el coro lastimero. Lo insólito es que
cuando la producción quiso comprar los derechos, se encontró con otro
escollo macondiano: “Discos Fuentes, dueño de la canción, no
tenía el acetato: no existe. El álbum no se vendió, fue una pieza
ignorada, pero a nosotros nos parece maravillosa”, dice el cineasta.
Igualmente armonioso es un instrumento musical
insospechado: el protagonista, un sicario inexperto, en sus ratos de
soledad saca una caja con láminas metálicas llamada calimba o piano de
pulgares. Fue el resultado de un viaje que Aljure y su compañera, María
Clara Aristizábal (su productora en el cine y en la vida real),
emprendieron a África, donde encontraron el aparatico. Su sonido
melancólico impregna la atmósfera y libera al guion de otro instrumento
más aparatoso: nadie creería en un sicario en moto con una pistola y un
acordeón al hombro, como alcanzó a pensarse.
La textura musical hace juego con la imagen, pues
al carácter anónimo de los personajes contribuyen los enfoques, con
planos muy cortos, cerrados, y con frecuencia borrosos, con rostros
fuera de foco. Un trabajo que el fotógrafo Carlos Sánchez conoce de
memoria, luego de trabajar por años con Aljure.
En últimas, Tres escapularios es fruto de un
largo diálogo entre un grupo de amigos, que incluyó a Guillermo Calle,
quien murió antes de ver concluida la película. Si bien la inspira un
rechazo a la guerra, no está hecha ‘para el proceso de paz’, se gestó
mucho antes. Pero sí pretende una reflexión, que el director no oculta:
“El objetivo es que la gente llegue con una imagen del combatiente
anónimo a la sala de cine, con esa imagen negativa, dura, y al salir
diga: ‘En últimas, son colombianos, seres humanos, a los que nosotros,
desde la omisión, los hemos condenado a esa vida’ ”.
Secuencias del Festival de Cine
Cineastas de exportación
Una de las sorpresas del Festival de
Cine de Cartagena ha sido la presencia del colombiano Iván Benjumea,
egresado de la Universidad Nacional, quien lleva 13 años trabajando en
España y ha participado en más de una decena de cintas ibéricas,
incluida la posproducción de ‘La isla mínima’, que acaba de ganar diez
premios Goya, los Óscar del cine español.
Muestra y documental
Una exposición de fotos del célebre Sady
González, instalada en la Agencia de Cooperación Española, acompaña la
presentación del documental ‘Una luz en la memoria’, sobre su trabajo,
considerado pionero en la reportería gráfica de mediados del siglo
pasado. Imágenes del ‘Bogotazo’ y de la vida en los 50 impactan al
público asistente.
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