Olivier Assayas retrata en cinco horas y media (dos y media para el cine) el paisaje devastado de un época entera. Una obra maestra
¿Qué tiene un terrorista que no tenga, por decir algo, un bocadillo de mortadela? En los últimos años, hemos asistido a una especie de glorificación y algo más de aquella extraña receta que hizo del idealismo material inflamable. Hablamos de la década de los 70. Desde la hagiografía del 'Che' firmada por Steven Soderbergh al nervioso retrato de la 'Baader Meinhof' de Uli Edel pasando por el desasosegado 'Buenos días, noche', de Marco Bellocchio, o, ya metidos en faena, la convencional y arrolladora 'Munich', del siempre efectivo Spielberg; todas han hecho de la explosión, con perdón, una bella arte.
Por completar la lista cabría añadir la cinta, presentada en la última Berlinale, del alemán Andres Veiel 'Wer wenn nicht wir', de nuevo a vueltas con los años de plomo, o -y hemos llegado- el retrato del terrorista más buscado de todos los tiempos que Olivier Assayas presentó en Cannes y que, por fin, se estrena en España: 'Carlos'.
Para situarnos, lo que se verá en los cines es apenas un fragmento de una de las películas (llamémosla así) más arriesgadas, febriles y tensas de los últimos tiempos. Suena exagerado, pero no queda más remedio: el entusiasmo no deja rehenes. La cinta, pensada originalmente para esa televisión que ya nada tiene que envidiar al cine, se va por encima de las cinco horas (330 minutos de vellón) y ofrece antes que un retrato al uso, una fría disección de algo más que un sujeto enfermo de furia y ruido.
Lo que el director hace pasar por el escáner de su cámara es una época entera o, si se prefiere, la euforia que se vivió en aquel tiempo; un tiempo marcado por la posibilidad de todo, por la completa ceguera ante la realidad, por la fiebre de futuro. Tan cursi como devastador.
Narcisismo y repulsión
Apenas empieza la película, vemos al actor Edgar Ramírez en el papel de 'El chacal' desnudo frente al espejo después de una atentado fallido. En esa simple escena, entre el narcisismo y la repulsión, se resume el ideario de lo que vendrá después. No se trata simplemente de la crónica infectada del idealista que se convierte en mercenario, es algo más; es la perfecta y cuidadosa descripción de un estado del alma, cualquiera de ellas.
Carlos fue el nombre de guerra de un venezolano criado en la Unión Soviética y que vino al mundo con el rumboso nombre de Ilich Ramírez Sánchez. El convencimiento revolucionario de su progenitor fue el esponsable de su nombre y del de sus dos hermanos: uno se llamó Vladimir y el otro Lenin. La cinta obvia la formación espiritual del 'héroe' (atentos a la cursiva) para arrancar en los años calientes, cuando a finales de los 60 y principios de los 70 se involucró en el conflicto de Oriente Medio afiliándose Frente Popular para la Liberación de Palestina.
Lo que sigue aparece dividio en tres grandes bloques. Cada uno de ellos sigue paso a paso la evolución anímica y moral tanto de él como de la época de que le da cobijo. Desde las primeras escaramuzas por las calles de París al espectacular secuestro del avión con los líderes de la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) para acabar consumido por la estupidez, el tedio y las proclamas más rancias en un extraño agujero entre Sudán y el simple desierto.
Se piensa mientras se actúa
Mientras Carlos formula su rosario de frases hechas, gestos aprendidos y ritos iluminados, el mundo gira a su alrededor. Desde la mala conciencia de Occidente, 'Carlos' es contemplando como un héroe (sin cursiva) tan molesto como necesario. Desde la otra parte del mundo (el explotado), Carlos es sencillamente una herramienta con la que coser y descoser alianzas, con la que chantajear a unos y castigar a otros.
El ideario antisionista, antiimperialista, anticapitalista de Carlos sirve igual para poner bombas en Egipto, en Libia (que claro se entiende ahora lo de Gadafi), en Siria o, ya puestos, en París. También aparece ETA. Y así, de la mano de la cámara siempre nerviosa de Assayas (se piensa mientras se actúa), emerge la imagen de un tiempo enfermo, tan enfermo que se declaró incapaz de entender que la sangre es sangre y un cuerpo mutilado un cuerpo mutilado. No hay retórica revolucionaria capaz de dar sentido a la barbarie.
El director, como ya hiciera en cada una de sus mejores películas (de 'Demonlover' a 'Boarding gate'), sigue fiel a su ideario de no permitir el reposo. Las cosas se resuelven mientras el objetivo de la cámara se desplaza entre la desesperación, el miedo, el poder, el sexo, la realidad y su imagen. Sobre el papel no hay más que un 'biopic' al ritmo de una música extraña y fuera de época. En la pantalla, sin embargo, es mucho más. Assayas evita un acercamiento glorificador a lo 'Scarface' y se esfuerza en mantener con su protagonista una distancia moral por la que se cuela la mirada del espectador; un espectador que es invitado a cuestionarse cada uno de los tranquilizadores lugares comunes que pueblan su doliente mala conciencia.
Carlos empieza desnudo, excitado, con el sexo hirviendo frente al espejo después de haber disparado a bocajarro a un policía. Cuando termina la película se pelea acomplejado contra la nada incipiente barriga mientras se duele de un problema en los testículos. Vanidad, dolor y huevos. Tan triste como, en efecto, un bocadillo de mortadela. De repente, todas las películas citadas en el primer párrafo se antojan perfecta y dolorosamente inncesarias. Duele. A veces, el cine, el de verdad, duele.
Nota: Increíble el actor Edgar Ramírez empeñado en una 'brandoniana' exaltación de sí mismo. Canonización ya
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