17/4/14

Doce de los mejores planos secuencia de la historia reciente del cine


Si has visto alguna recopilación de este tipo, con memorables planos secuencia del cine, te pasará lo mismo que a nosotros: no te cansas de verlos

Juliane Moree y Clive Owen en Hijos de los hombres./gizmodo.com

La gente de CineFix ha realizado ahora su selección particular con 12 de los mejores planos largos y sin cortes y la lista es imperdible: desde la maestría de Cuarón en Hijos de los Hombres o Gravity a la escena de la hoguera en El Espejo, de Tarkovsky.
Esta la lista de películas, por orden de aparición en el vídeo (debajo) y tiempo que dura el plano secuencia:
  1. The Protector (4 minutos)
  2. El Espejo (The Mirror, 1 minuto)
  3. Expiación. Más allá de la pasión (Atonement, 5 minutos y medio)
  4. Weekend (7 minutos)
  5. Hard Boiled (2 minutos y 40 segundos)
  6. El juego de Hollywood (The Player, 7 minutos y 47 segundos)
  7. Sed de Mal (Touch of Evil, 3 minutos y medio)
  8. Boogie Nights (3 minutos)
  9. Gravity (12 minutos y medio)
  10. Uno de los nuestros (Goodfellas, 3 minutos y 13 segundos)
  11. Ojos de serptiente (Snake Eyes, 12 minutos)
  12. Hijos de los hombres (Children of Men, 4 minutos)
Debajo el vídeo, no están los planos secuencia al completo, pero es una buena excusa para ver la película si aún no lo has hecho, o darle al play de nuevo:

15/4/14

Ciudad Delirio y la ministra de Cultura arrodillada

 Para la ministra Mariana Garcés ese es el roce mundial que necesitamos, películas colombianas dirigidas por españoles desempleados

Ministra de Cultura, Mariana Garcés, y el afiche promocional de Ciudad delirio, la película colombiana de la controversia./las2orillas.co

Él es un español muy educado y bien presentado que está en Cali asistiendo a un congreso de medicina. Ella es una nativa que tuvo que soportar, durante toda su vida, la tortura de haber nacido en el tercer mundo. Una noche cualquiera, mientras se cierra el evento, al español lo llevan a conocer la rumba caleña. En esas y como por arte de magia, la conoce a ella, bailan un par de canciones y sin haber cruzado demasiadas palabras terminan enamorándose y pasando la noche en un motel, eso sí sin tocarse, como si fueran amantes inocentes.
Él se levanta y ella no está allí. Sale a la calle, el sol cegador está en el centro del cielo, pero el español atenúa el guayabo mortal viendo a la variedad de mujeres que la ciudad ofrece. Triste por no haber podido despedirse del verdadero amor de su vida (¿?) él se devuelve a España en donde lo espera una mujer gruñona de la que nunca sabremos nada. Probablemente sea una hermana, una prima o su esposa. En la fría Madrid, él no hace sino pensar en esa caleña que  movía su cintura como los cañaverales. “Que lindas que son las mujeres allá, tan sumisas, tan serviciales. Lo dan todo y no piden nada” piensa el médico mientras observa, desde una ventana, a las abrigadas e independientes madrileñas caminar solitas por la acera.
En el Nuevo Mundo la nativa  sigue preparando a su escuela para participar en Delirio, un festival de baile de mucho prestigio en Cali, lidiando con el irresponsable Papá de la niña y caminando a veces por los sitios más emblemáticos de la ciudad, para que quede claro que más que una película es una postal, con el socio de su escuela, un homosexual negro de pelo liso que, como la mayoría de los personajes que pueblan esta historia, es sólo una caricatura parlanchina.
En Madrid él no soporta más estar sin el amor de su vida,  así que toma un avión, cruza el océano y vuelve al lugar salvaje de mujeres fáciles en el que se ha enamorado y como si Cali fuera un pueblo de tres esquinas o Dios  su aliado, él, que ni siquiera sabe cómo se llama ella, la vuelve a encontrar  en el lugar menos probable y lo más grave de todo es que nosotros, al otro lado de la pantalla, no creemos nada de lo que está pasando.
La verdad no sabemos muy bien cuál fue la película que vio la Ministra de Cultura. Debido a su entusiasmo desbordado, Ciudad Delirio fue impuesta a la brava como el filme con el que se abriría el último Festival de Cine de Cartagena, levantando entre los críticos, una nube de malos comentarios que se vinieron a confirmar el pasado viernes con su estreno en las salas de cine del país.
Otra vez esa extraña mezcla de rabia y tristeza nos vuelve a embargar después de ver una producción nacional. La idea podía haber funcionado, ¿A quién no le hubiera gustado ver una comedia romántica musical en donde la salsa fuera la protagonista de primer orden? Todo ese universo de los coleccionistas de discos viejos que hay en Cali y que apenas se alcanza a atisbar en el filme, tendría otro tipo de tratamiento si detrás de la cámara estuviera un realizador medianamente dotado y no una oportunista cualquiera como lo es Chús Gutiérrez.
Pero más allá de detenernos a hablar de la incapacidad que tenemos los guionistas colombianos para crear personajes y narrar con solidez una historia, de las pésimas actuaciones, del desafortunado casting y de lo homofóbico que es nuestro cine, lo que convierte a Ciudad delirio en una película insoportable, es  la visión que presenta la española Gutiérrez sobre nosotros y sobre ellos.
Tal y como lo dice Pedro Adrián Zuluaga en la crítica publicada en su blog Pajarera del Medio  “El binomio civilización-barbarie que abundó en la cultura y el pensamiento del siglo XIX demuestra estar “vivo y colendo”. Los portadores de la civilización son extranjeros y blancos que tienen comportamientos racionales, autocontrol y capacidad reflexiva. A los demás les corresponden las puras fuerzas instintivas, la pasión, el baile, el desperdicio de fuerzas, las condiciones propias de lo primitivo e informe”. Los españoles dentro de la película son gente linda física y espiritualmente. Blancos y altos, todos son profesionales excelentemente capacitados que vienen a estas tierras que enloquecieron a Lope de Aguirre, a sanar, a educar y a arrastrar pueblo. Las mujeres, cansadas de los negros machistas, incultos y feos que pueblan el Valle, se derriten ante las buenas maneras, la caballerosidad y el acento de los extranjeros que han venido a hipnotizarnos con sus espejitos.
Tanto que nos quejamos de Hollywood y esa manía que tienen de mostrarnos como salvajes y no decimos nada ante la imagen que están creando los españoles en nuestro propio cine y usando los recursos del Fondo Nacional de Cinematografía, Ciudad delirio se hizo acreedor de los 700 millones de pesos que otorga el ministerio en la categoría de Producción de Largometrajes Categoría 1. Una vergüenza que la ministra, en una actitud de indígena arrodillada ante el filo de una espada, trate de salvar a los realizadores españoles que se han quedado sin trabajo por culpa de la crisis, otorgándoles el beneficio que deberían tener realizadores nacionales con proyectos que son claramente superiores a Ciudad delirio.
La gente, manipulada por los medios de comunicación, obedece como ratoncitos de Pavlov a los estímulos generados desde el televisor y ha ido en masa a ver la visión que tienen los de afuera de lo que somos los colombianos. Algunos salen contentos con la improbable virtud de que esta “Es una película que ofrece una cara amable de nosotros”, otros salen reforzando su teoría de que en Colombia todavía no aprendemos a hacer cine. Es una verdadera pena que un bodrio impresentable como Ciudad delirio haya tenido una sólida estrategia publicitaria y películas tan originales y divertidas como Bola e’ trapo hayan sido despreciadas por las distribuidoras y por el público en general.
Pero esto no sería tan preocupante si Ciudad delirio fuera sólo un accidente. Lo que se viene es una oleada de películas colombianas dirigidas por españoles desempleados. Para la ministra esa es la internacionalización, el roce mundial que necesitan nuestros cineastas para crear una cinematografía universal. Eso podría ser así si trajeran a Kiarostami o a Won Kar Wai  a hacer una película acá, pero con la mediocridad de Gerardo Herrero o Chuz Gutiérrez lo único que aprenderemos a hacer son  esperpentos impresentables como Habitación con vista al mar o Ciudad delirio.

10/4/14

Diez películas que nunca se hicieron

 El  Napoleón de Kubrick o  El hombre que mató a Don Quijote de Terry Gilliam fueron proyectos que llamaron la atención de los cinéfilos por la calidad de sus realizadores pero nunca vieron la luz de la pantalla grande

Napoleón de Stanley Kubrick./BBCMundo, revistaarcadia.com

"Duna será como la llegada de Dios", dijo alguna vez el cineasta chileno-francés Alejandro Jodorowsky, que además de sus muchos méritos cinematográficos como El topo y La montaña sagrada también se hizo famoso por su empeño —rayano con la obsesión— de adaptar para el cine una exitosa novela de ciencia ficción llamada Duna.
Para ese empeño-obsesión, Jodorowsky contrató los servicios del prestigioso ilustrador Moebius, le entregó la música a Pink Floyd y había logrado convencer al pintor Salvador Dalí para que apareciera en la película (cobrando US$100.000 dólares por cada hora de trabajo). Todo se veía como un proyecto soñado: buen director, buena historia, música de calidad y hasta un artista de prestigio en el reparto.
Sin embargo, por más de cinco años, Jodorowsky no logró sacar adelante el proyecto por diversos motivos —conceptuales y de dinero— y con el tiempo la suya se convirtió en una gran película que nunca llegó a realizarse.
Pero no es la única: BBC Mundo le presenta la historia de otros proyectos que, como Duna de Jodorowsky, tenían todo para convertirse en clásicos del cine, pero jamás vieron la luz de una pantalla.
1. Napoleón por Stanley Kubrick
Si le preguntáramos a los cinéfilos cuál de los proyectos cinematográficos inconclusos elegirían para que por fin llegara a las pantallas, lo más seguro es que muchos, sino la mayoría, se inclinaría por  Napoleón, de Stanley Kubrick.
Durante años, y después de entregar su visión del futuro en 2001: Odisea al espacio, el excéntrico directo británico investigó la vida del emperador francés con la intención de llevarla a la pantalla grande.
Kubrick logró convencer a Oskar Werner, estrella de Jules and Jim, para el papel de Napoleón y a Audrey Hepburn para que interpretara a Josefina. Pero antes de empezar con el rodaje, el estudio MGM decidió cancelar el proyecto por considerar que el presupuesto era "prohibitivo".
En 2013, el director estadounidense Steven Spielberg le dijo a la televisión francesa que él deseaba rescatar el proyecto de Kubrick para realizarlo en un formato para TV y que podría ser dirigido por el australiano Baz Lurhmann.
2. Caleidoscopio por Alfred Hitchcock

Alfred Hitchcock
El maestro del suspenso quiso ir más allá en su carrera después de ver el filme de Michelangelo Antonioni "Blow Up" y propuso hacer un proyecto que tocara los límites de la violencia y el nudismo.
Después de ver la provocativa Blow Up de Michelangelo Antonioni en 1966, el maestro del suspenso Alfred Hitchcock sintió que el estilo de sus películas se estaba quedando en el tiempo.
Entonces decidió buscar un proyecto que fuera más allá, donde se mostraran desnudos explícitos, violencia, erotismo con inclinaciones homosexuales.
La historia estaría centrada en varias secuencias donde ocurrirían tres asesinatos: uno se realizaría en una caída de agua, otro en un barco y el último en una fábrica.
Aunque Hitchcock prometió que no costaría más de un millón de dólares, el estudio Universal dejó pasar el proyecto y el legendario director tuvo que guardar una hora de metraje de prueba, con el que se podría hacer una gran película.
Su film de 1972, Frenesí, que trata sobre la violencia en contra de las mujeres, intentaría más tarde reciclar algunas de las ideas de la fallida Caleidoscopio.
3. Leningrado: los 900 días por Sergio Leone

Leningrado
Leone, el hombre de las películas del Lejano Oeste, quiso hacer una cinta sobre el sitio de Leningrado, basándose en el libro del historiador Harrison Salisbury. 
Después de que terminó Érase una vez en América, en 1984, el director italiano Sergio Leone estaba detrás de una película de guerra.
Leone se había devorado el libro del historiador Harrison Salisbury, Los 900 días: el sitio de Leningrado, que hacía un recuento pormenorizado del frente Este durante la Segunda Guerra Mundial.
La historia iba a centrarse en un fotógrafo estadounidense —que encarnaría Robert De Niro—, que de repente queda atrapado en la ciudad soviética durante el asedio alemán.
Leone logró reunir US$100 millones en financiación y además el apoyo del gobierno de la Unión Soviética.
Todo estaba listo para empezar la filmación —de hecho ya estaba confirmada la colaboración habitual de su amigo de infancia, Ennio Morricone, en la música— cuando Leone murió de un ataque al corazón en 1989, a los 60 años.
4. En busca del tiempo perdido por Luchino Visconti
Luciano Viconti
¿Cómo se hace para meter una novela de siete tomos en una película de cuatro horas? Ese fue el intento fallido de Luciano Visconti con "En busca del tiempo perdido".
El director italiano Luchino Visconti no era un novato en materia de adaptar los clásicos de la literatura para el cine: en 1963 había llevado a la pantalla grande la novela "El Gatopardo", de Giuseppe de Lampedusa, con una duración total de tres horas y media.
Pero reinterpretar para el cine los siete tomos de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust parecía ser una tarea excesiva. Durante años, Visconti se había pasado estudiando el libro y la vida del escritor francés en París y Normandía y creía que podía hacer un largometraje de cuatro horas.
Pero ese empeño significaba un presupuesto muy abultado y no pudo asegurar la financiación.
Un nuevo intento por reflotar la adaptación de la obra de Proust ocurrió en la década del 70, a cargo del director Joseph Losey y con el premio Nobel de Literatura Harold Pinter como responsable del guión, pero ese proyecto también falló.
5. The Moviegoer por Terrence Malick
Malick
Durante su aislamiento en la década del 80, Terrence Malick encontró en la novela "The Moviegoer", de Walker Percy, un buen motivo para volver a dirigir, pero nunca llegó a la producción. 
Después de que su épica Días del cielo se ganara a la crítica en 1978, el director estadounidense Terrence Malick se retiró de la vida pública, se instaló en París y estuvo mirando algunos proyectos para realizar en los años siguientes.
La novela de Walker Percy, con una mirada existencialista sobre un hombre alienado por su familia quien encuentra más sentido en las películas y los libros que en la realidad, fue uno de esos filmes que quiso realizar.
Sin embargo, Malick pasó de largo con la idea sin concretarla, pero no descartó tomar algunos de los temas que toca la novela de Percy, que introdujo en sus películas más recientes, El árbol de la vida, de 2011, y Deberás amar, de 2013.
6. El corazón de las tinieblas por Orson Welles
Orson Welles
Después de su éxito en la radio con su "Guerra de los mundos", Orson Welles recibió varias ofertas para producir películas y una de sus ideas fue adaptar "El corazón de las tinieblas", de Joseph Conrad.
Con su histórica transmisión de la Guerra de los mundos, que había sacudido a las audiencias radiales en Estados Unidos, la productora RKO le propuso a Orson Welles financiar dos proyectos, con total independencia creativa, con la única condición de que se ajustara a los presupuestos.
Para la primera película, Welles eligió adaptar la novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas. Welles se encargaría de interpetrar a Marlow, el narrador.
La idea era utilizar una cámara subjetiva, donde el espectador vería las imágenes desde el punto de vista del narrador. Pero el proyecto resultó muy costoso en su planeación, así que el director decidió concentrarse en la otra película que podía hacer sin problemas: Ciudadano Kane.
7. Don Quijote por Orson Welles 
Orson Welles
Tras su gigantesco Ciudadano Kane, Welles le dedicó la mayoría de su tiempo a producir y financiar la adaptación al cine de la maravillosa obra de Cervantes, pero este proyecto nunca fue finalizado.
El corazón de las tinieblas no sería la última vez que Orson Welles tendría que dejar atrás una película. De hecho, la vida artística de este genial creador fue una continua serie de proyectos inconclusos.
Una de las películas que intentó terminar muchas veces y que había empezado en la mitad de los años 50 fue una versión modernizada del clásico de la literatura hispana Don Quijote.
Aunque tuvo el apoyo de muchos amigos —Frank Sinatra invirtió US$25.000 en el proyecto—, nunca logró tener una versión finalizada de la película. A pesar de ello, el material que fue filmado por Welles fue editado después de su muerte y se ha presentado en varios festivales alrededor del mundo.
8. El hombre que mató a Don Quijote por Terry Gilliam
Johnny Depp y Terry Gilliam
Terry Gilliam estaba convencido de hacer una de las mejores versiones del Quijote, pero los problemas con uno de sus actores y las dificultades del terreno pusieron fin a su sueño.
Adaptar a Cervantes para la pantalla ha demostrado ser tensionante para el director Terry Gilliam. Su película El hombre que mató a Don Quijote, que estaba en preproducción en 1998, trataba sobre un experto en marketing que viaja en el tiempo hasta los días de Don Quijote.
Para esta película, Gilliam había escogido a Johnny Depp para el papel de experto y al francés Jean Rochefort para el rol del hidalgo caballero manchego.
La premisa de la historia era que cuando Rochefort viera aparecer a Depp lo confundiera con Sancho Panza y le insistiera para que lo acompañara en su aventura.
Pero desdeel principio la película tuvo muchos inconvenientes: cuando comenzaron a rodar, Rochefort se vio aquejado por un fuerte dolor en la espalda que ya no le permitió seguir filmando sobre el caballo, tuvieron serios inconvenientes climatológicos y además ninguna compañía de seguros quería cubrir el rodaje de la película.
Pero no todo fue en vano. Las escenas que se lograron filmar hicieron parte del documental Perdidos en La Mancha, sobre las dificultades que tuvo la producción.
En 2010, Gilliam intentó revivir su proyecto con Robert Duvall como Quijote y Ewan McGregor como el experto en mercadeo, pero de nuevo falló a la hora de encontrar financiación.
9. Ronnie Rocket por David Lynch
David Lych
Estamos de acuerdo en que David Lynch no es el autor más comercial de Estados Unidos, pero su proyecto "Ronnie Rocket" iba más allá de los límites de las cabezas más experimentales de Hollywood.
Impresionados gratamente por la película de 1977, Eraserhead, de David Lynch, los productores Mel Brooks y Stuart Cornfeld se acercaron al realizador para que hiciera un filme para ellos.
La primera idea que les ofreció fue realizar Ronnie Rocket, una historia original que trataba de un detective que viajaba a otra dimensión y conocía a un adolescente, de menos de un metro de altura, que necesitaba ser conectado a una fuente de electricidad después de haber sufrido un percance quirúrgico. 
Eventualmente, el adolescente se convierte en una estrella de rock, llamada Ronnie Rocket. Aunque no haya necesidad de decirlo, este no era un proyecto comercial, como el mismo Lynch reconoció en su momento. 
En vez de este proyecto, Lynch aceptó dirigir un filme escrito por otra persona y siguió el consejo de Brooks de adaptar la historia de El hombre elefante como su próxima película.
Pero el mensaje de Ronnie Rocket y los mundos interrelacionados los seguimos viendo en las diferentes series y películas que Lynch dirigió posteriormente, como Twin Peaks y Muholland Drive.
10. Una tragedia americana por Sergei Eisenstein
Eisenstein
El genio detrás de "El acorazado Potemkin" viajó a Estados Unidos buscando nuevas alternativas narrativas y en Hollywood le ofrecieron realizar un proyecto.
A finales de los años 20, José Stalin y el gobierno soviético calificaron a Sergei Eisenstein de "formalista" —por entonces un cargo condenatorio—, lo que obligó al genial cineasta a viajar a otros destinos para buscar nuevas formas narrativas, tanto en Europa Occidental como en Estados Unidos.
En Hollywood se encontró con la admiración de Jesse L. Lasky, que trabajaba en los estudios Paramount y le ofreció, en 1930, hacer una película con un presupuesto de US$100.000, basada en la novela titulada Una tragedia americana, de Theodor Dreiser.
Seis meses más tarde, Eisenstein tenía un guión listo. Pero Lasky lo encontró deprimente y decidió poner fin al contrato, lo que —en el marco de una creciente presión anticomunista en California— significó para Eisenstein un boleto de regreso a Moscú.

7/4/14

El aura de esos dioses bajo la luz azul de plata

 El mar de John Banville ahora en cine. El genial narrador irlandés comparte sus memorias de espectador y su experiencia como guionista de su premiada novela

El mar. Dirigida por el debutante Stephen Brown, en una adaptación británica. La iniciación erótica en el cine Ritz, en un balneario irlandés en los años 50/revista Ñ
Siempre me gustó el cine, o “las películas”, como solíamos decir en épocas menos sofisticadas. En los años 50, cuando de chico vivía en Wexford, en el extremo sudeste de Irlanda, la ciudad tenía tres cines. Estaba The Abbey, que era algo señorial -o así se veía- y el lugar a donde uno llevaba a su noviecita un sábado para besuquearse en la oscuridad de la última fila del pullman. El Cinema Palace, en Cinema Lane, no hacía honor a su excelso nombre. Era un antro dudoso y de mala fama porque lo frecuentaban muchachos peleadores con sus chicas de rostro duro. Por último estaba el Capitol, en nuestro lado de la ciudad. Se parecía a un establo, con pisos de madera y asientos desvencijados cuyo tapizado de terciopelo tenía manchas sospechosas y muchos parches pelados.
Por aquellos días todo el mundo fumaba y las volutas de humo azul plata que se dibujaban en el haz de luz del proyector eran más bellas y a veces más disfrutables que lo que ocurría en la pantalla.
Si un sociólogo hubiese querido estudiar el sistema de clases de una ciudad pequeña en la década de 1950 en Irlanda, no podría haber hecho nada mejor que pasar un par de noches de fin de semana en el Capitol. Había mucho ruido adelante, en los asientos de seis peniques, donde los pobres se divertían arrojándose bollitos de marquillas y chicles masticados y donde a menudo terminaban a los puñetazos. Nosotros, que ocupábamos los asientos de un chelín con tres peniques, nos portábamos relativamente bien, mientras que los potentados de las filas de dos chelines con seis peniques ubicadas atrás eran solemnes y decorosos y compartían chocolates - Milk Tray o Black Magic eran los favoritos- que contrastaban con nuestras bolsas de papel madera de caramelos Scots Clan o Clarnico Mint Creams .
Las películas que preferíamos eran las de suspenso de Hollywood, filmadas en suntuosos matices de negro y plata; aventuras de vaqueros e indios, llenas de imágenes de barrancos y rocas y héroes de color caoba; y, naturalmente, las comedias de los Estudios Ealing, que parecían todas protagonizadas por Margaret Rutherford, con su busto bamboleante y su prominente maxilar inferior. Los musicales nos parecían sensibleros hasta lo indecible. ¡Qué escalofrío de rechazo se agolpaba tras nuestro esternón cuando la acción en Technicolor inverosímilmente se detenía y la protagonista, de vestido a cuadros, con un moño en los moldeados rizos dorados, daba un paso entrelazando las manos bajo el pecho y, con la sonrisa soldada, gorjeaba una canción con una voz tan diminuta, aguda y penetrante como el chirrido del torno de un dentista!
En la adolescencia descubrimos el cine arte. En Dublín había una sala, el Astor, que con gran coraje daba obras de Antonioni, Bergman, Fellini, Godard, Alain Resnais, Truffaut, Agnes Varda... El censor del Estado destrozaba esas películas de modo tan violento que el argumento ya enigmático se tornaba incomprensible. Eran terriblemente serias aquellas películas -en el caso de Fellini, existencialmente juguetonas- pero nos deleitaba su romanticismo lúgubre e involuntario: algunos no concebíamos destino más dichoso que ser obstinadamente infelices en brazos de Monica Vitti.
Por serio que se hubiese vuelto el cine en aquel período glorioso y demasiado breve de la nouvelle vague , de todos modos representaba un mundo de glamour, romanticismo y aventura. En el siglo pasado, los viejos dioses nos fueron abandonando y, para el cambio de milenio, habían sido desterrados por completo de nuestro empíreo, en tanto la enseñanza de los clásicos prácticamente desaparecía; Apolo era el nombre de una cápsula espacial y Nike, antes la diosa de la victoria, se convirtió en una marca de zapatillas.
Pero a cambio de las deidades difuntas, tenemos estrellas de cine, leyendas vivientes, criaturas de dimensiones fuera de lo común hechas de luz y sonido atronador que ocupan nuestra febril imaginación y cuyas aventuras, y desventuras, en la pantalla y fuera de ella, conforman la epopeya popular de nuestros días. Y no son todas ellas epopeyas en prosa: el cine es la poesía del pueblo. Qué epifanías de amor y añoranza se despliegan en secreto en el corazón de un público arrobado en la parpadeante oscuridad de los cines de todo el mundo. En las enormes pantallas brillan sueños de colores, mostrándonos todas las cosas que podríamos haber sido y hecho si fuésemos tan ágiles de mente y cuerpo como esas vívidas sombras incorpóreas que pasan lánguidamente frente a nuestros ojos extasiados. “Ah, Cary Grant”, dijo una vez Cary Grant, “¡cómo me gustaría ser él!” Desde los primeros tiempos del cine, los escritores se lamentan con amargura de cómo los maltrata la industria. ¿Pero qué esperan todos esos quejumbrosos Faulkner y Scott-Fitzgerald? Es como si una madre hubiese entregado a su hijito a un gladiador y después se quejara por los leones y tigres que el pobre chico tiene que enfrentar. Como una vez dijo Gore Vidal, Hollywood nunca destrozó a nadie que valiera la pena salvar.
Y, de todos modos, Hollywood no siempre es Hollywood. Hay tantas maneras de hacer una película como de matar un chancho, aunque la cinematografía puede ser tan intrincada, difícil y sangrienta como el antiguo arte de faenar cerdos.
La primera vez que me encargaron un guión para una película fue en los 80, cuando la emisora británica Channel Four todavía estaba en etapa de planeamiento y sus representantes buscaban material por todas partes: una tira cómica de Marc Boxer de aquella época mostraba a dos personas conversando en un cóctel, y una de ellas decía: “Sabe, el otro día conocí a alguien que no está haciendo algo para Channel Four”.
Uno de los encargados de esa tarea en el nuevo canal era Walter Donoghue, a quien un día mi amigo Neil Jordan trajo a almorzar a casa. Al caer la tarde, mientras bebíamos una última copa de vino, Walter, una de las personas más amables y aparentemente más tímidas del mundo, me llevó aparte y en voz baja me preguntó si tenía alguna idea para un largometraje que pudiera financiar Channel Four.
Casualmente, unos meses antes yo había terminado de escribir una novela corta, La carta de Newton , cuya publicación parecía improbable, dada su brevedad. Le envié a Walter el texto mecanografiado y un par de días después me contestó pidiéndome que convirtiera la novela en un guión. Nunca había intentado algo así antes y me sorprendió descubrir que al parecer tenía aptitudes para la tarea. Había tardado tres años con la novela: la adaptación al cine me llevó tres días. El producto fue Reflections , con Gabriel Byrne y Harriet Walter en los papeles principales. Se estrenó en los cines y salió al aire en el joven Channel Four durante las Olimpíadas de 1984. Cuando el director, Kevin Billington, se quejó del momento elegido para su emisión, David Rose, editor de Channel Four, señaló que la película había tenido una audiencia que equivalía a tres estadios de fútbol repletos.
Aunque mi ingenuidad me había llevado a creer que a este primer encargo seguirían muchos más, fue sólo a fines de los 90 cuando se me pidió que escribiera otro guión. Era una adaptación de la luminosa novela de Elizabeth Bowen El último septiembre , que transcurre en 1920 en el círculo de los protestantes anglo-irlandeses durante la Guerra de la Independencia Irlandesa. Los actores esta vez eran Maggie Smith y Michael Gambon, Jane Birkin, David Tennant, Fiona Shaw y una talentosa recién llegada de una belleza radiante, Keeley Hawes. La directora era Deborah Warner, la fotografía estaba a cargo de Slawomir Idziak -que trabajó con Kieslowski en la trilogía Tres colores - y Zbigniew Preisner compuso la música. ¡Qué equipo! Estuve deslumbrado las ocho semanas enteras que duró el rodaje.
Mi novela El mar se publicó en 2005 y, para mi sorpresa, tuvo algún éxito. No se me había ocurrido que tuviera los ingredientes para una película hasta que compró sus derechos Luc Roeg, de la productora londinense Independent. Hablamos sobre posibles guionistas y se consultó a uno o dos, antes de que yo sugiriera que podía encargarme del guión. Luego se incorporó Stephen Brown como director y nos pusimos en marcha.
¿Qué es más difícil de escribir, el guión de una obra propia o el de una ajena? Es una pregunta que nunca he podido responder con algo de convicción. Obviamente conocía El mar en todos sus climas, flujos y reflujos, pero para convertirlo en una película tendría que olvidar toda esa información privilegiada y empezar de cero. Para el cine uno tiene que escribir sin sostenidos. Recuerdo que, cuando estaba trabajando en El secreto de Albert Nobbs, Glenn Close, protagonista del film, levantó la vista de una primera versión del guión que le había hecho llegar y me dijo: “John, no necesitamos todas estas acotaciones escénicas: eso lo hacemos nosotros mismos”. Tenía razón, por supuesto, y no sólo respecto de las redundantes indicaciones que había escrito entre los diálogos de los personajes; el diálogo mismo debe tener transparencia, ser lo más neutro posible sin ser algo totalmente muerto. El guión de Lolita que escribió Nabokov para Stanley Kubrik es una elegante pieza literaria pero nunca habría servido para una película.
Disfruté mucho de la adaptación de El mar a la pantalla. Las dificultades técnicas fueron muchas pero las resolví con una facilidad que parecía irreal. Eso, lógicamente, era muy inquietante: la facilidad en la escritura, he descubierto, casi siempre se traduce en dejadez. Felizmente, Stephen Brown y su brillante editor Stephen O’Connell ataron los cabos sueltos y tensaron la urdimbre del relato al máximo. Que es lo que se supone que deben hacer los directores y los editores, aunque rara vez lo hacen.
Después llegó el momento de la elección de los actores.
Esta es, al menos para el guionista, una de las fases más fascinantes del proceso, cuando las palabras se hacen carne. Los personajes que uno inventa, en un guión o una novela, tienen una nitidez espectral: están ahí pero no lo están. Desde un principio yo tenía la esperanza de que Ciaran Hinds, Sinead Cusack y Charlotte Rampling hicieran los papeles principales en El mar y, para gran suerte nuestra, estaban disponibles, y entusiasmados. Después se sumaron Natascha McElhone y Rufus Sewell y de pronto todo se armó de la manera más fascinante y todas las relaciones de la página escrita cobraron vida de un modo sutilmente nuevo y complejo.
No soy aficionado a los sets. ¿Qué tiene que hacer allí el guionista? Su trabajo terminó hace mucho y lo mejor para él es salir del medio y dejar que lo hagan ellos mismos, como dijo Glenn Close. Sin embargo, fui un par de veces a Wexford, donde rodaban El mar , para conocer al reparto. Los actores, en especial los de cine, tienen un aura tangible. Después de haber sido mirados con tanto cariño y por tanto tiempo por las cámaras, los espejos y los admiradores, adquieren un fuerte brillo, como las estatuas sagradas que a lo largo de los años han sido tocadas y pulidas, con adoración y súplicas, por las manos de los fieles. Nosotros cambiamos, ellos permanecen. Así son las cosas, con los dioses y los mortales.
El mar se estrenará pronto. Esperamos una marea alta.
Traducción: Elisa Carnelli

3/4/14

El cine, según Magnum

 Magnum es un mito creado, imagen a imagen, por muchos nombres icónicos de esta profesión Robert Capa, Henri Cartier-Bresson, David Seymour, Eve Arnold, Inge Morath… La tribu errante del cine no escapó a sus objetivos La agencia fijó el foco en la parte más íntima de los rodajes

La imagen del vaquero John Wayne, inmortalizada en 1959 durante el rodaje de El Álamo. Detrás, un atrezista con un caballo de cartón piedra a la medida del actor. / MAGNUM

En 1946, un año antes de la fundación de la agencia Magnum, Robert Capa viajó a Hollywood invitado por su amante, Ingrid Bergman. El fotógrafo húngaro y la actriz sueca se habían conocido poco antes en París. De la mano de Bergman, el fotorreportero más famoso de la historia, el hombre que pisaba todos los frentes bélicos, entró con su cámara en un estudio de cine para descubrir otro tipo de contienda. El rodaje de Encadenados, de Alfred Hitchcock, fue la semilla de un idilio mucho más fructífero y longevo que el de la bella estrella y el aguerrido reportero. Fue el nacimiento de la futura relación de Magnum con el cine, tan importante e icónico como el vínculo de la agencia con la realidad misma. La exposición La cámara indiscreta. Tesoros cinematográficos de Magnum Photos, que se inaugura el 1 de abril en la Sala Canal de Isabel II organizada por la Comunidad de Madrid, reúne más de cien imágenes que recogen aquella aventura entre fotografía y cine. Matrimonio que, como tantos, se acabó acomodando con los años hasta perder el fuego y la frescura de sus inicios.
Pero volvamos al principio. A la intensa Ingrid Bergman en Encadenados, envenenada por su marido nazi, el diminuto Claude Rains al lado de la sueca gigante, empujada a la muerte por su amor, el contenido agente Cary Grant. Y todos ellos, actores, personajes, técnicos, movidos por los hilos de Hitchcock, que sobrellevaba el peso de su imaginación y el sopor de las horas de rodaje corrigiendo el ojo de la cámara de Ted Tetzlaff, su operador. Como testigo, Capa, atraído por la ambivalencia de la situación, por la realidad confrontada a la ficción y la ficción devorando la realidad, por esa tribu errante y sin patria que formaba el cine.
Hasta entonces la fotografía de rodajes como la entendemos hoy no existía. Los estudios solo hacían imágenes para vender las películas
Como recuerda el crítico francés Alain Bergala en su libro Magnum Cinema, el abanico de amistades cinematográficas del fotógrafo húngaro era amplio, Gary Cooper, Billy Wilder, Gene Kelly, Joseph Mankiewicz… Pero de todas ellas fue una la que sellaría la relación épica de la agencia con el cine y sus estrellas: la de John Huston, a quien le gustaba el azar tanto como a él, y que anteponía la vida a cualquier jornada de trabajo. El juego, los perros, la caza, la familia…, en las prioridades del director de El tesoro de Sierra Madre las películas parecían quedar fuera de campo. “La relación de Magnum con el cine siempre fue una relación muy natural, más personal que profesional”, recuerda Emmanuelle Hascoet, directora de exposiciones de Magnum en París y encargada de la selección que viaja a Madrid. “Hasta entonces la fotografía de rodajes como la entendemos hoy no existía. Los estudios solo hacían imágenes publicitarias para vender la película. No había punto de vista. Magnum descubrió la parte más íntima de los rodajes. Por primera vez se vio lo que no se había visto antes. Lo cierto es que sin la amistad de los fotógrafos con muchas de las estrellas esto jamás hubiese ocurrido”.
La película que marca el mayor hito, y quizá el punto sin retorno, fue Vidas rebeldes, de Huston. Un drama escrito por Arthur Miller para su esposa, Marilyn Monroe.
El filme, rodado en 1960, dejaba a su suerte a un grupo de personajes inadaptados en una ciudad fronteriza y dedicada al juego, Reno, en pleno desierto de Nevada. La amistad del entonces director de Magnum en Nueva York con el productor de la película, Frank E. Taylor, provocó un encargo tan insólito como histórico: había que evitar a toda costa el aluvión de paparazis que ocasionaría el reparto. Así que para solucionarlo, la agencia suministraría grandes cantidades de material a las revistas. Al rodaje asistieron nueve fotógrafos de Magnum. La idea inicial era formar parejas de dos cada quince días. Un abordaje inédito que sin duda ha multiplicado la leyenda que rodea el filme y a su equipo.
La relación de Magnum con el cine siempre fue una relación muy natural, más personal que profesional, recuerda Emmanuelle Hascoet, directora de exposiciones de Magnum en París
Como si se tratase de un ejército paralelo, Magnum envió a sus mejores hombres y mujeres para exprimir la vida de aquella concentración de belleza, talento y desgracia. Nadie en ese momento sabía que iba ser la última película de Clark Gable, que moriría poco después de un infarto; ni la de Marilyn, que apenas la sobreviviría durante un penoso año. A la brecha de Gable y Marilyn se sumaba la herida de Montgomery Clift, por la que se colaban todas las drogas y el alcohol posibles. El actor se pasaba las noches en vela rees­cribiendo su papel. El rodaje resultó duro y agotador. Se duplicó el coste. Huston se jugaba el sueldo en el casino y Marilyn, para desesperación de todos, solo hacía caso a su profesora y confidente, Paula Strasberg. El rodaje se interrumpió por una crisis de la actriz, que acabó ingresada en Los Ángeles durante dos semanas por sus problemas con las pastillas para dormir y para despertar.
El batallón de Magnum lo registró todo sin invadir nada. De la luminosa energía de los primeros días a la oscuridad del tránsito y la tristeza y nostalgia del tramo final. Cada fotógrafo, además, miraba a su manera. Marilyn se llevó la peor parte en la vida real, pero nadie podía competir con ella si se trataba de seducir a una cámara. Devoraba los carretes. Por el rodaje pasaron primeras figuras. Cornell Capa, hermano de Robert, que había ingresado en la cooperativa después de su muerte; Henri Cartier-Bresson, otro de los fundadores junto al polaco David Seymour Chim y el inglés George Rodger; Bruce Davidson, un joven fotógrafo que meses antes había sacado oro de una inquietante cena entre Yves Montand, Simone Signoret, Arthur Miller y Marilyn; Ernst Haas, el austriaco al que debemos la mejor serie que existe frente a un objetivo de Robert Capa; Eliott Erwitt, que ya había fotografiado entre otras La ley del silencio, de Elia Kazan; Erich Hartmann, judío alemán que a los 16 años había emigrado a Estados Unidos huyendo del nazismo; Dennis Stock, el compañero de viajes de James Dean, con buen ojo y buena mano con las estrellas; Eve Arnold, la gran amiga de Marilyn y una de las que mejor supo retratarla, e Inge Morath, otra gran fotógrafa cuya presencia en el rodaje tomó un inesperado protagonismo al enamorase de Arthur Miller y desencadenar el final de una muerte anunciada: el matrimonio con Marilyn.
El cine forma parte del mito de Magnum, del corazón de la agencia
Juntos, los fotógrafos de Magnum crearon un fresco irrepetible. “Lo interesante eran ellos, no las fotos”, señaló una vez Elliot Erwitt cuando le preguntaron por aquel trabajo que fijó en la memoria decenas de imágenes icónicas de la historia del cine y de la fotografía. “Fue algo excepcional. Bien organizado. Pero cuyos resultados fueron muy fuertes”, afirma Emmanuelle Hascoet. “No se volvió a repetir. Los fotógrafos de Magnum siguieron yendo a los rodajes, pero jamás de esta manera”. Con los años, los buenos fotógrafos empezaron a huir del cine de Hollywood, espantados por una industria mucho más hermética hacia sus estrellas, consentidas a un control final del producto que ha devaluado su imagen hasta perder el interés. Como decía hace poco en Madrid Mary Ellen Mark, la mítica fotógrafa de Apocalypse Now, de Coppola, o del Satiricón, de Fellini, los actores son siempre un regalo, “pero solo cuando uno se puede acercar de verdad a ellos”.
El cine forma parte del mito de Magnum, “forma parte del corazón de la agencia”, en palabras de Hascoet. Magnum enseñó a mirar el cine a través de la fotografía, a descubrir secretos que la pantalla ocultaba. Sin mentiras, con la verdad que nace del respeto mutuo. Por su parte, el cine abrió el campo de acción de la fotografía a un terreno ilimitado: el de la épica y la imaginación, el de los infinitos rostros de los actores. Capas de realidad que se resumen en la imagen de Eugene Smith de Chaplin mirando por el ojo de una cámara dejando ver a su vez el agujero del zapato de Charlot; o toda la serie de Elisabeth Taylor en De repente, el último verano, donde Burt Glinn capturó por primera vez el volcán que latía en la actriz; o la lucha contra la naturaleza que también fue la versión de Moby Dick de Huston, fotografiada en Canarias por Erich Lessing; o la inmensidad de Castilla frente a la inmensidad de Orson Welles en una imagen de Nicolas Tikhomiroff en un descanso para comer de Campanadas a medianoche; o la maravillosa mirada de Alfred Hitchcock a Vera Miles en una imagen de Elliot Erwitt del año 1957 que revela como ninguna otra quién fue, lejos de los repetidos lugares comunes, la actriz a la que de verdad amó el cineasta o esa legendaria imagen tomada por Dennis Stock desde la distancia de los verdaderos hombres del Oeste a John Wayne en El Álamo, con el viejo vaquero seguido de cerca por un hombre del atrezo que carga un caballo de cartón piedra. Brutal metáfora de un universo que agonizaba, ofrecida al mundo desde la admiración de quienes nunca fueron tratados como extraños, sino como parte de la misma tribu.
La exposición Magnum on set se puede visitar del 2 de abril al 27 de julio en la Sala Canal de Isabel II de Madrid ( Santa Engracia, 125).